3. LA SONRISA DEL ÁNGEL

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No existe sentimiento más suntuoso y verdadero que aquél que te puede provocar una mirada. La suya era un poema impreso en su mirífico rostro. Un poema que de tan bello estuve tentada a recitarlo. Su prosa era tan perfecta que se confundía con el azul de sus ojos, y sus versos tan exquisitos que se confundieron con sus labios rosas que yo ansiaba acariciar.

¡Maldita ventana! Que me separaba de aquella efigie preciosa tallada en mármol. ¡Malditas piernas! Que de manera breve me hicieron tambalear por la sorpresa de mirarle.

Me tallé los ojos para discernir que en realidad no estaba soñando, y con un nudo en la garganta comprendí que todo era real.

Estaba segura que aquella radiante aparición no era obra del demonio porque de manera inmediata elevé la cruz que llevaba en mi cuello en dirección de sus ojos y él la observó, con la armonía de quien atisba algo hermoso.

Mi ángel estaba allí, quieto, contemplativo, hermoso, tentador; posado en el balcón de mi recámara como una soberbia estatua, observándome como si yo fuese un delirio de su mente. Observándome con el cuidado y apreciación que pone un escultor a su figura recién esculpida.

Ambos estábamos estáticos, bebiéndonos a contemplaciones, con el corazón palpitando desmedido y con la respiración casi contenida. Con el primero de sus parpadeos sentí que el cielo me empapaba de vida, y que su resplandor me sacudía. Mi pecho inició una cardiaca sinfonía digna de ser representada en bellas artes, interpretada por una orquesta de serafines.

Probablemente habría continuado desvariando de no ser porque mi ángel volvió a parpadear, con aquellas enormes pestañas castañas que aureolaban delicadamente sus luceros azules, cuyo fulgor era tan manifiesto que encandilaba en la semioscuridad. Quise ver sus alas, si es que verdaderamente era dueño de tales, pero la negrura de afuera me lo imposibilitaba.

—Tú... —musité con mi voz casi temblando.

Temí lo que pudiera pasar después de hablarle, sobre todo cuando sus pómulos altos y delineados se tensaran.

Como vi que volvía a relajarse, hice por acercarme un poco a la ventana lentamente con el sigilo de quien no desea espantar a un pajarillo que quiere atrapar.

A medida que me acercaba noté que el brillo de sus ojos se intensificaba. Y entonces estuve allí, con el cristal interviniendo entre mi cuerpo y el suyo. Ahí descubrí que mi ángel estaba agazapado, como un elegante león que descansa y mira su reino. Así tan cerca, sus ojos estaban a la altura de los míos, por lo que deduje que si estuviese de pie sería mucho más alto que Ric.

De nuevo mi respiración me faltó, la boca se me puso seca y mis palpitaciones se volvieron raudas; y es que de cerca aquella criatura era más hermosa que la luna llena en un cielo nocturno y despejado. Sin tocarlo, podía sentir la suavidad de su piel como si verdaderamente estuviera acariciando sus mejillas.

Nunca vi unos labios más rosas que los suyos; delineados, carnosos y húmedos.

—Hola —dije, temiendo, a la vez, que me respondiera.

Estaba segura que no iba hacerlo por lo que me había dicho Ramsés esa mañana, pero aún así fijé mis ojos en sus labios para ver si se movían. No lo hicieron. Ascendí a sus ojos y vi que volvía a parpadear. Me seguía contemplando con la misma intensidad de antes.

Quizá le parecía monstruosa... o quizá muy linda. ¿Cómo saberlo?

—Me llamo Sofía —le dije, aunque si él estaba allí seguramente era porque lo sabía, a menos que simplemente me hubiese ido a buscar por alguna clase de instinto.

MORTUSERMO: EL JUEGO DE LOS ÁNGELES CAÍDOS (LIBRO II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora