La tortura del bolígrafo

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—Cachita, préstame el boli,

no tengo con qué escribir. 

—¿Otra vez lo mismo, Roly? —

pienso y no llego a decir.

Le regalo una sonrisa

cargada de hipocresía.

No me ve, pues va con prisas,

llevando la pluma mía.

Continúo en mi faena

y, media hora después,

vira Roly con su cena

y oliendo fuerte a ciprés.

¿Se fue acaso a encaramar

en ese árbol tan grande?

¿Qué estuvo haciendo? ¿Cazar?

Problemas hay donde ande.

Saca un frasco de perfume.

Ahora comprendo el olor.

—¡Mira qué rico! —presume.

Más que aroma siento hedor.

Pero sonrío de nuevo.

—Sí, muy rico, ¿lo compraste?

¿Qué hay de comida? ¿Eso es huevo?

¿Y mi boli? ¿Lo botaste?

—¡Concho, Cachita, qué pena! —

dice—. ¿Dónde lo dejé?

Yo sé que esto mal te suena,

pero otro te compraré.

—No, gracias, no me hace falta —

respondo mostrando enfado.

—Mira, te invito a una malta  —

Digo "no" con desagrado.

—¡Eh! Mira el boli, ¡aquí está! —

escucho decir a Tato.

—¿Dónde estaba? ¡Dime ya!

—Pues en la boca de un gato.

» No sé cómo lo cogió,

pero jugaba con él.

—Lo bueno es que lo encontró —

me dijo con sorna aquel.

No le presto más el boli.

Eso se los juro yo.

Ni aunque me unte en alioli.

Mi confianza la perdió.

Hastío Laboral ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora