No creo en las casualidades, jamás he creído en la fortuna, nada se consigue quedándose sentado a la espera de que las cosas sucedan, por un golpe de suerte. Nunca he conseguido nada sin esfuerzo, siempre he tenido que dar lo mejor de mí mismo para seguir adelante. Sin embargo, sí creo en el destino, pero no de la manera convencional.
Soy de los que opinan que al destino hay que perseguirlo y cazarlo antes de que se escape, y una vez que lo consigues y crees tenerlo, nunca despistarse, porque es como el humo, volátil y que intenta que nunca lo atrapen, desaparece en cuanto giras la cabeza. Pero lo más complicado, lo que supone un verdadero reto, el desafío real, es su búsqueda, pues es fácil creer verlo y acabar perdiéndote por el camino.
Pensándolo ahora, con calma, y sin ninguna prisa, creo que fue el destino el que me encontró a mí, porque te puso en mi camino. Sé que tú preferías pensar que cada uno camina su propia senda y que las decisiones tomadas durante toda nuestra vida nos hacen cruzar los senderos con el resto, y siempre somos nosotros los que tenemos la última palabra para quedarnos y caminar juntos.
Teníamos muchas opiniones encontradas y nunca me lo había pasado tan bien como argumentando contigo en cada oportunidad que me dabas, exceptuando, quizá, con Alonso, pero eso era divertido. La confianza que nos otorgábamos entre nosotros aumentaba muy poco a poco, pero cada avance y acercamiento contigo me hacía feliz.
En una cena de compañeros, la primera de ese primer final de curso, te sentaste a mi lado, no por decisión nuestra, en realidad fue por llegar tarde, pero estuvimos juntos y eso me dio la oportunidad que deseaba, pues te pude conocer un poco mejor. Entramos apresurados, todos nuestros compañeros nos miraron extrañados porque ambos solíamos ser puntuales.
Reconozco que fue culpa mía. Salí con poco tiempo del edificio y me encaminaba hacia el aparcamiento para coger mi medio de transporte cuando te vi en la calle esperando a un taxi, no podía dejarte ir sola, se podría llegar a decir que te obligué a ir conmigo en la moto. Me parecía una tontería ir separados si teníamos el mismo destino.
Así que te arrastré conmigo hasta mi apartamento para coger otro casco y nos montamos por primera vez juntos. El resultado de ese impulso que tuve al verte en la calle fue nuestra, ya mencionada, llegada algo tardía a la cena.
Me percaté muy rápido de que solo quedaban dos sitios libres, uno junto al otro, sonreí internamente, el retraso al final me había beneficiado, agradecí internamente al resto de profesores por hacerlo, a pesar de que seguramente lo habían hecho sin querer. Caminaste por delante de mí y en ese momento me di cuenta de que los murmullos que había escuchado a las alumnas que merodeaban por el pasillo de profesores era verdad, tenías una gran predilección por los vaqueros claros, y se podría decir que era un gusto casi idéntico al mío, con la ligera diferencia del color. Me apresuré, caminado a pasos rápidos, para coger la silla y separarla de la mesa, ofreciéndote asiento.
Creo que fue la primera vez que nos miramos con atención realmente esa noche, viendo lo que llevábamos puesto, a pesar de haberte casi raptado no me fijé en tu vestuario hasta ese momento. Nuestras caras de asombro lo decían todo, además de llegar juntos, parecía que nos habíamos puesto de acuerdo. Tú con tus vaqueros blancos y tu blusa roja, y yo, con un pantalón de vestir gris claro, la camisa negra y la corbata del mismo tono que tu prenda superior.
Esa cena sufrimos algunas bromas por parte de algunos compañeros, sé que hubo cuchicheos y comentarios graciosos, pero las bromas cayeron sobre todo por parte de Alonso, que de alguna manera estaba entre divertido y amenazador, me quité ese pensamiento de la cabeza rápidamente, era mi amigo y consiguió que le mandara a paseo varias veces, y su respuesta todas ellas fue reírse y, en ocasiones, darme un pequeño golpe en el hombro. No quería que te sintieras incómoda, pero tú, sorprendiéndome, solo sonreíste...
Casi parecía que nos habíamos puesto de acuerdo sin saberlo. Recuerdo que chasqueé la lengua y un bufido divertido salió de mi boca antes de que pudiera evitarlo. Me senté después que tú y me quedé en silencio, a pesar de nuestros pequeños y aislados debates, romper el hielo contigo seguía pareciéndome difícil, no quería meter la pata, y según mi padre siempre fui un experto en hacerlo.
Pensar en él me enfadó un poco, ese hombre nunca me había entendido, intentando tirarme cada vez que me levantaba, y muchas veces consiguiéndolo. Era el fracaso de la familia, el niño de humanidades en una casa de arquitectos, ingenieros y doctores. El que siempre metía la pata. A pesar de haber crecido y no haber hablado con las personas que un día llamé padres en años, pensar en ellos y en esa época siempre me dejaba psicológicamente destrozado.
Sentí el tacto de unos dedos en el antebrazo que me despertaron, devolviéndome a la realidad, y al levantar la cabeza me di cuenta de que eras tú, no decías nada simplemente curvaste el labio y sonreíste. De mi boca salió agradecimiento y tus palabras, tan simples como verdaderas me hicieron olvidar, por esa noche, esa mancha negra que fue mi infancia y adolescencia.
Hablamos de todo y de nada al mismo tiempo. Me contaste como habías llegado a ser profesora de francés, cuando tu objetivo siempre, desde que eras niña, había sido hacer la carrera de física. Me gustó tú manera de contar las cosas, sabías hacerlo, con unas pocas palabras me tenías atrapado en esa narración, pendiente de cada sílaba, deseoso de saber la siguiente palabra.
A medida que pasaban las horas creía conocerte un poco más, y tuve la necesidad de que permitieras saber todo lo que me quisieras entregar de ti, quería conocerte, y saber tus secretos, quería perderme en tus recuerdos, y entregarte los míos.
No sé porque, quizá las culpables fueron las copas de vino que tomamos de más, acabé comentado que no me gustaba la forma en la que mi pelo salía disparado en todas direcciones por culpa de los remolinos que heredé de mi padre. Entonces me dijiste en un susurro que a ti sí te gustaba, el rubor que cubrió tus mejillas me encantó.
Con el paso de las semanas aprendí que me encantaba hacerte sonrojar, era tan fácil, y te hacía parecer tan inocente. También quise con afán saber el color exacto del gris de tus ojos, quería perderme en ellos y encontrar el tono de tormenta o el de cielo nublado, tu característico brillo solía parecer un rayo brillante y resplandeciente que impactaba contra mí, dejándome sin habla cada vez que me mirabas.
¡Feliz viernes! Os dejo por aquí la primera parte del tercer capítulo, espero que le cojáis tanto cariño a los personajes durante la lectura como yo lo he hecho al escribir sobre ellos, soy incapaz de no sonreír cuando pienso en ellos.
Votad o comentad si os gusta, me motivaría mucho. ¡Nos leemos el viernes que viene!
ESTÁS LEYENDO
Los secretos que salieron a la luz©
Historia CortaNosotros trabajábamos viviendo con secretos, los susurrados por los pasillos y los contados a voces, los murmurados en los cambios de clases y los exclamados durante ellas. Era parte de nuestro día a día, a veces era nuestro trabajo descubrirlos. Di...