V.I

10 4 0
                                    

Los cursos pasaron, y el tiempo se reflejó en el rostro de todas las personas a las que veía diariamente, las vueltas de ese reloj de arena iban cada vez más deprisa, pero yo no noté demasiado el trascurso del tiempo, pues siempre estabas tú, ahí cada inicio de curso, con una sonrisa y un bronceado que conseguías sin esforzarte, dispuesta a ayudarme realizar la tarea de organización que me tocaba para evitar que me fracturara otro hueso.

Nos pasábamos un mes del verano juntos, investigando y viajando a esos lugares que tanto deseabas, luego cada uno se iba por su cuenta durante el otro mes, pero nos seguíamos viendo cada semana, en esas ocasiones llegaba a sentir que nos parecíamos a las parejas normales, esas que no se ven cada día, y quedan cada vez que pueden, es gracioso, porque cuando era joven deseé ese tipo de relación, tan convencional, la que te llenaba el pecho de ilusión desde que concretabas la cita hasta que te veías con esa persona, y sin embargo, una vez te conocí no me imaginé no verte diariamente.

Cuando cumplimos el primer año me llevaste a conocer a tu familia. Estaba asustado, para que mentir, quería que tuvieran una buena impresión de mí. Me presentaste a tus padres y cuando empezamos a hablar, el miedo desapareció, eran buenas personas que se interesaron por mí como mis padres nunca hicieron, su historia me hizo comprender muchas cosas. En esa cena, tú adorado hermano, al que tú deseabas presentarme formalmente como tu novio y al que yo deseaba conocer por la forma en la que hablabas de él, no estuvo, me dijiste que estaba a su aire en Italia, visitando Roma y otras bellas ciudades durante tres semanas.

En nuestro tercer aniversario te llevé a visitar París e hicimos un recorrido para visitar todos los lugares que se mencionan en Los miserables, era maravilloso ver tu expresión, parecías una niña la mañana de navidad, disfrutando de tus regalos, caminamos por toda la ciudad, sin prisa, pero sin parar un solo instante. Estuvimos allí una semana, y si sobrevivimos fue, sin duda, gracias a ti, mi dominio del francés brilló por su ausencia. Me dijiste que te había tendido una trampa, es posible, pero sé que a ti te encantó. Tus ojos brillaban con cada paso que dábamos por la ciudad. Uno de los días me convenciste para que fuéramos al Disneyland, yo creía que eso solo era para niños, y me demostraste una vez más que estaba muy equivocado, ambos lo disfrutamos todo, sin dejarnos casi ninguna atracción por probar.

Durante nuestro quinto año decidí compartir contigo lo que me quedaba de mi familia. Desde que me marché de casa de mis padres, quedaba un par de veces al año con mis hermanos, íbamos a comer y nos poníamos al día. En realidad, nunca me llevé muy mal con ellos, simplemente, al crecer me cerré por pura envidia, ellos eran los aceptados no yo, pero no me di cuenta de que trataban de protegerme hasta que fue muy tarde. Yo era el pequeño de los cuatro, la sorpresa indeseada, el decepcionante, pero para ellos nunca fue así, era su hermanito, el niño al que habían leído cuentos de madrugada cuando tenía pesadillas y solo se atrevía a ir a sus cuartos en busca de protección.

Es curioso como los buenos recuerdos parecen diluirse bajo capas de celos y rencor, que solo dejan salir a la superficie los recuerdos amargos relacionados con sentimientos de dolor.

Ambos se habían casado, y mis sobrinos de alguna forma que no llegaba a entender muy bien, me adoraban, eran unos ya no tan renacuajos explosivos que se pasaban el día llamando mi atención. Recuerdo que intentaste ocultar una sonrisa al enterarte que los gemelos de pelo rojo de mi hermano mayor, Eduardo quien se había casado con una encantadora italiana, me llamaban l'eccezionale E y los otros tres, del tercero, Esteban, Gran-E, esos apodos me los habían puesto cuando empezaron a hablar, nada ni nadie les había conseguido hacer cambiar su opinión.

Cuando alcé la mirada, con los niños encima de mí, vi un sentimiento oculto en tus ojos que me encantó. Y por un momento tuve la audacia de imaginarnos en esa misma posición con pequeños que serían nuestros, una mezcla de ambos, rubios o morenos, de ojos castaños o grises, pero siempre con tu preciosa sonrisa adornando sus caritas de ángeles. Fue solo un instante que me hizo imaginar un futuro tremendamente feliz contigo.

Y durante cinco años, te pedí matrimonio más de siete veces, todas ellas de forma distinta, intentando sorprenderte, pero a todas ellas, tú me respondiste que no, inclinando un poco la cabeza y haciendo un pequeño puchero que creías que yo no notaba, como si hubiera algo más detrás de tu negativa.

Creo que nunca entendiste bien por qué lo hice tantas veces, eso iba más allá de hacer una ceremonia o ponernos unos trajes bonitos, vistiéndonos de blanco y negro. El matrimonio no era para que todos lo vieran y se dieran cuenta de que nos queríamos, la opinión de los demás nunca me había importado menos. Para mí era un lazo con el que te demostraría, cada vez que por las mañanas al levantarte te miraras la mano, que te amaba. Era algo para nosotros, para que pasara lo que pasara, hubiéramos hecho cualquier cosa que nos pudiera molestar, supieras que, por encima de todas nuestras diferencias y rencillas, de nuestras bromas y comentarios, yo te amaba.

Creo que tenía más temores que tú misma, porque como bien sabes, mis padres nunca fueron el ejemplo de un matrimonio que se quería, se casaron por conveniencia, un acuerdo con beneficios para ambas familias, y aunque en ocasiones el roce hace el cariño, no fue su caso, solo se conseguían llevar bien para alabar a mis hermanos e intentar echar abajo todos los castillos de ilusión que intentaba construir yo, cada uno de ellos con una construcción más lenta que el anterior. Mi única ilusión era ser exactamente lo opuesto a ellos, verte cada mañana a mi lado, sentir que podía contarte lo que quisiera, hacernos felices mutuamente... La felicidad, algo que no había dejado mucha huella en mi vida, algo extraño a lo que acostumbrarse.

Me dijiste que no muchas veces, todas las que te lo pedí, pero no creas que me iba a dar por vencido, cariño, te quería demasiado, y lo más importante, sabía que tú también me querías.

Al final llegamos a un acuerdo, ese día me sentí bien, seguro de nosotros, entendía tus motivos, los comprendía y aceptaba, me era imposible no hacerlo. Yo no te lo volvería a pedir, no insistiría más, serías tú, quien me pediría matrimonio a mí. Cuando nos casáramos sería porque tú querías, porque estarías completamente segura de ello y eso para mí era perfecto, no iba a presionarte. Lo que tú nunca supiste fue que siempre llevé encima la cajita de terciopelo negro, porque, pasara lo que pasara, cuando tú lo desearas, estaría listo para ponerte ese anillo que apenas me costó elegir, al verlo supe que era el que quería poner en tu dedo.

Miro ahora esa pequeña contenedora de sueños olvidados, la tengo encima de la mesilla de noche, me obligo a verla cada día, no sé si por anhelo o por masoquismo, creo que en realidad es por ambas cosas.



¡Al fin viernes! Al fin he terminado los exámenes y puedo dedicarme todo lo que quiero a esta novela corta. 

Espero que os haya gustado, ¡os mando un fuerte abrazo literario! Me despido hasta la semana que viene.

Los secretos que salieron a la luz©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora