10. Epílogo

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«-En la heladería no hará frío -respondió ella-. O... bueno, quizás sí. Pero todo el mundo sabe que un buen helado merece que pases algo de frío. Como todas las cosas buenas, hay que sufrir para obtener la recompensa.»

El Rithmatista de Brandon Sanderson

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I

La primera nevada del año se derramaba en el concreto y el asfalto de las calles de Yokohama acelerando el paso de sus habitantes, figuras cabizbajas pegadas a los celulares o imbuidas en conversaciones casuales, sin interés en los diminutos copos que caían meciéndose, carentes del tiempo para nimiedades, para la nieve balseando de las nubes a la tierra contrastando el blanco con el negro de la noche y los colores artificiales de la urbanidad.

En el inquieto y famoso Parque Yamashita, sentado en la orilla de la emblemática fuente que es recinto de la escultura de una mujer sosteniendo un jarrón -el Guardián del Agua-, a la luz de su iluminación, los ojos cerrados y el rostro al cielo, los copos derritiéndose en el calor de su piel; Chuuya era el único con la calma y las ganas de atender los detalles de la nevada.

Yokohama lo recibía de brazos abiertos. Le daba la bienvenida en la prisa de su gente, en el caos del tráfico, en el sosiego con que lo ignoraban los peatones cuando diez años atrás se movía dueño y señor, reverenciado. El mundo que le perteneció había desaparecido, y aun así la ciudad lo recibía como a un viejo amigo.

El filo de la mirada se le humedeció.

Diez años. Resaltó esa parte en la sucesión de pensamientos. Diez años lejos de la vida que murió con un extraño y su identidad. Diez años apartado de Japón hasta ese día, y pese a la seguridad con que afirmó que soportaría regresar, la nostalgia lo abrumaba y le cortaba la respiración dando amenaza de lágrimas. La familia que dejó, los amigos y subordinados, los proyectos y esfuerzos, cada aspecto tocó a la puerta de sus sentimientos en reclamo por abandonarlos... Y si había algo peor que eso era la ausencia de arrepentimiento.

Al huir, al comienzo, temió renegar su decisión más adelante.

Los años trajeron calma y alegría, sonrisas, épocas dulces y tiernas, sueños cumplidos, ilusiones y dichas, problemas -claro que sí-, desencantos y tristezas -por supuesto-, peleas fuertes y miedos -obviamente-. Las diez primaveras, veranos, otoños e inviernos transcurrieron sin saltarse ni un color o emoción. Aunque más de una vez lamentó haber dejado Yokohama, al fondo del berreo infantil se hallaba una certeza de lo contrario, imponiéndose al arrebato.

Llenó sus pulmones del aire congestionado de la ciudad, distinto del fresco respirar en los amplios campos italianos que convirtió en su hogar, y presionó el sombrero en su cabeza al ver al suelo. En la intimidad entre el cuello alto de su abrigo y el ala del sombrero, su índice desvaneció una lágrima.

Estaba ahí por un motivo y nada debía opacarlo, ni siquiera la nostalgia, fantasma de un pasado que ya no le pertenecía.

Cerró parpados y vislumbró el porqué de su regreso temporal a Yokohama. Una sonrisa diminuta floreció.

Felicidad. Demasiada felicidad, tanta que incluso el daño hecho y el que le hicieron se atenuaba a la par de la suciedad que aun persistía en su mente, que aun creía recubría su piel. Besos asquerosos, marcas que yacían invisibles bajo la carne. El asco, el dolor, la vergüenza, el ultraje al que se sometió por voluntad desconociendo lo terrible que sería, se atenuaban más no desaparecían. Jamás lo harían.

Respiró y silenció sus pensamientos. Nada debía opacar el presente. La soledad no era su enemiga ni tenía que permitir a la oscuridad de su alma salir a flote.

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