Feliz Navidad, Tony

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El incidente de Santa Claus fue olvidado por Tony conforme un asunto más importante fue ocupando lugar en su mente: la visita a sus padres en Navidad.

Ese motivo para odiar la Navidad estaba en su top de motivos para odiar a la Navidad. En lo más alto de lo alto.

Ya podía verse. Ya podía ver su casa ridículamente adornada con luces brillantes, el horrendo trineo de Santa Claus con todo y renos en el techo, que, además, tenían movimiento (cortesía de su padre). Adivinaba la corona adornando la puerta principal, y el asqueroso muérdago colgando de la entrada,  bajo el cual estaría esperando la tía Elizabeth para darle su clásico y ensalivado beso de bienvenida. Eso, sin contar que a su madre se le ocurriría hacer el pavo, lo cual era un anuncio de fracaso; al menos había que reconocerle que, para no meterse en la cocina en todo el año, no quemaba el pavo; pero quedaba más seco que la planta sobre el alfeizar de su ventana.

Su padre, seguramente, vestiría esa corbata grotesca que se prendía con lucecitas intermitentes; ni que decir del tío Paul, que al hablarle le soltaría todo el humo de su puro cubano. Los primos con sus suéteres cursis, las primas con sus vestidos rojos, y los sobrinos escandalosos corriendo como diablos de un lado a otro. Los villancicos de los inoportunos vecinos y la maldita obra de teatro de la iglesia.

Ya se veía sufriendo como cada año, y como cada año, la pregunta de siempre: "¿Y tu novio? ¿Tienes uno, verdad?" ¡Qué fascinación de su familia con querer crecer cada año!

Revisó por segunda vez que el boleto de avión fuera para el día y la hora precisas, había comprado el de vuelta también, para evitar que lo obligaran a quedarse más tiempo del necesario. Luego, decidió hacer sus maletas y empacar los regalos (todos iguales) que llevaba. Era una jornada atroz, siempre terminaba cansado y harto. Por suerte, en el avión daban tragos de cortesía. Los necesitaba con urgencia.

Cuando terminó de alistar sus maletas, se puso el pijama dispuesto a dormir, y no perder su vuelo. Sin embargo, para su mala suerte, su vecino del departamento de arriba tenía fiesta. Las paredes retumbaban con el sonsonete de la música y las risas se colaban como ratas en las alcantarillas. Maldita Navidad, maldita Nochebuena. Estaba a punto de golpear con el palo de la escoba el techo, aunque sabía que nada de eso haría la diferencia, cuando tocaron a su puerta. ¡Lo que faltaba!

Abrió la puerta y Natasha casi le cayó encima.

—¡Feliz Nochebuena!—dijo al abrazarlo y llenarlo de besos.

—Basta... basta...Nat...

La pelirroja lo soltó y caminó hasta su reproductor de audio, en el radio sonaba un villancico patético, pero ella se puso a bailar.

—¿Qué? ¿Estás ebria?

—¡Sí!—dijo ella—De la alegría decembrina.

Tony bufó.

—Tú no eres Natasha, ¿qué le hiciste?

Nat echó a reír y lo señaló.

—Lo siento, Tony, pero este año Natasha es más feliz.

—James... bla, bla, bla... ¿por qué no estás con él?

—Lo estaré—dijo y se sentó en el sofá—. Pareces un abuelito con tu pijama puesta tan temprano y en Nochebuena.

Tony rodó los ojos.

—Iremos a cenar con un amigo, el que nos presentó.

—¿Ah, sí?—Tony se dejó caer en un sofá derrotado y desinteresado.

Un Amor para NavidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora