Extra. Una Navidad futura

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Dos años después.

23 de Diciembre 

Bruce y Rhodey seguían a pocos pasos a Tony, y cargaban varias bolsas de compras con ambas manos. Si hacían cierta comparación, se habrían encontrado con que la faceta compraholica de Tony era peor que la de sus amigas; ir de compras con él era tortura. En circunstancias normales, se habrían negado a acompañarlo, pero esas no eran circunstancias normales.

Tony seguía cobrándoles la broma que le hicieron. Una broma que, definitivamente, había salido mejor para él (no devolvió el regalo ni parecía tener intenciones de hacerlo) que para ellos. El castaño perdonó rápidamente a Pepper, porque todos sabían que la quería de cuñada; luego, a Natasha, porque no podía estar molesto con quién escogió a su regalo; y por último, a ellos dos y eso de ser perdonados era un decir. Tony estaba furioso porque ambos se habían escondido en las faldas de Pepper y no fueron capaces de ir a hablar con él inmediatamente. Sin embargo, de los dos, Bruce era el menos castigado, básicamente, porque Tony lo adoraba. Con Rhodey la cosa no era tan sencilla. Rhodey era su mejor amigo y no sólo lo había engañado, sino que, además, le había interrumpido dos momentos íntimos con Steve. El coronel estaba seguro que más que la broma, Tony lo torturaba por esos dos momentos.

—¿Para qué tanta cosa, Tony?—se quejó Rhodey, esperando que ya no visitaran ninguna tienda más.

—Es Navidad—contestó Tony al tiempo que se detenía—, se dan regalos.

—Pero tú no tienes que dar regalos.

—Rhodey tiene razón—Bruce dejó caer un montón de bolsas y se sobó el hombro adolorido.

Tony no contestó, miró pensativo hacia los diferentes pasillos del centro comercial: estaba decidiendo hacia dónde ir. Sus amigos aguardaron. Muchas cosas habían cambiado ahí, particularmente en Tony. De odiar la Navidad, de pronto, la adoraba como si hubiera recibido la visita de los tres espíritus de Cuento de Navidad. Era otro Scrooge reformado. Bruce reparó en el suéter que Tony llevaba ese día: Azul, de puños y cuello rojos, y una enorme estrella blanca en el pecho. Le habían preguntado, en son de burla, qué había pasado con su política "odia suéteres navideños"; y Tony había respondido, con una enorme sonrisa en los labios: Me lo regaló Steve. Y contra eso no había sorna que valiera, ni comentario hiriente o sarcástico, nada que pudiera derrumbar un argumento tan sólido como lo era el nombre del capitán.

—¿Y ahora, Tony?—preguntó Rhodey con cansancio—. ¿A qué tienda vamos?

Sweet baby—dijo el castaño—, pero antes...

Fue entonces que sus amigos repararon en que, frente a ellos, había una larga fila de niños esperando su entrevista con Santa. Ambos rodaron los ojos y siguieron a Tony, quien ya se les había adelantado.

—¡Tony!—le gritaron—. ¡No es buena idea!

—¡Claro que sí!

Tony llegó a la fila, pero él no iba a hacerla, así que con toda la impunidad del mundo se abrió paso entre los niños.

—Tony, no—murmuraron sus amigos, pero ya era tarde para detenerlo; ya iba a la mitad del camino.

—¡Oye no te metas!—le dijo un niño y tiró de su suéter.

—¡Santa ya no le trae regalos a los viejos!—dijo otro.

—¡Cállense mocosos, yo conozco a Santa personalmente!—el castaño llegó al inicio de la fila y se giró hacia los niños mirándolos con suficiencia—. Para él, siempre soy primero—levantó la ceja con ese mismo aire de importancia y giró sobre sus talones para brincar al regazo de Santa.

Un Amor para NavidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora