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Miércoles. La mitad de la semana laboral para la mayoría de los malditos mediocres que deambulan por la ciudad sin saber que están vivos. Responden a impulsos nerviosos, estímulos externos, sin saber exactamente por qué lo hacen. Anhelan más dinero, como el perro espera su golosina después de defecar en la calle, sin plantearse otra forma de ser, de expulsar cada día su mierda. Y también quieren más poder, porque tienen miedo, pánico, a perder lo que creen que poseen ahora mismo. Pero no poseen nada, no tienen nada. Son simples esclavos de sus pertenencias, de sus ideas. Almas engañadas, patéticas, penosas.

Así es el hombre del traje que ayer me miraba con desprecio mientras tomaba mi café en el bar. Pero hoy será distinto, hoy no me verá, no me podrá mirar con el ceño fruncido, como si mirara a un vagabundo cualquiera. Hoy seré yo el que le observe, el que le siga, con la paciencia del cazador, con la certeza del que sabe que, si juega bien sus cartas, aniquilará a su presa.Él está dentro del bar, desayunando mientras mira su teléfono móvil. Yo estoy fuera, en la acera de enfrente, esperando tranquilo, paciente. Al cabo de diez minutos, el hombre sale y se dirige directamente hacia la estación de metro más cercana.

Sigo sus pasos desde una distancia que considero prudente. No tengo miedo de que me vea. Sé que está sumido en sus propios pensamientos, en las tareas que deberá hacer ese día en el trabajo. Lo último que se le pasa por la cabeza es que le puedan seguir.Se mete dentro del metro. Yo entro en el mismo vagón que él, pero por otra puerta. Está repleto de gente.

Hace un calor horrible dentro de esa sauna móvil. No puedo dejar de impresionarme con los rostros que me rodean. Caras serias, tristes, apagadas. No encuentro ni un ápice de vida en ninguna mirada. Siento una tremenda tristeza por todos ellos, por todos vosotros.Espero poder devolveros la felicidad pronto, muy pronto.El metro avanza, estación tras estación. En cada parada, la gente sube y baja del vagón intercambiándose sitios, posiciones, como granos de sal en un vaso de agua demasiado saturado.Pero yo sigo sin perderle de vista.

Él continúa serio, con la mirada perdida en algún punto del suelo.De vez en cuando, levanta la cabeza para observar el culo de alguna chica joven. Entonces sí le cambia la cara. Puedo detectar en su rostro la ansiedad, el deseo, la lujuria. Quisiera follarla allí mismo, en ese vagón repleto de gente. Pero en la siguiente parada el culo joven se baja del vagón y su lugar lo ocupa el de un hombre gordo. Entonces él vuelve a mirar al suelo, y espera hasta la siguiente mujer joven.Por fin llega a su destino. Bajo en la misma parada que él y sigo sus pasos. Camina deprisa.De vez en cuando saca el móvil del bolsillo y mira la pantalla. Salimos a la superficie. Agradezco el aire fresco de la mañana después del horror contaminante del metro.

Continúa caminando hasta entrar en un edificio de oficinas. Coincide con otro hombre al entrar y desde mi lugar les observo saludarse hasta que desaparecen en el interior de la gran mole de cemento y cristal ahumado. Busco un lugar donde esperar el resto del día.

Va a ser una jornada larga para los dos.Paso el día entero entre dos cafeterías y un banco desde el que puedo controlar las entradas y las salidas del edificio. Le he visto salir a comer con varios compañeros. Volvió a entrar una hora después. Por la tarde le veo salir del edificio y, de nuevo, coger el metro de vuelta a casa. Sigo sus movimientos. Analizo la situación. Va a ser complicado acabar con él. Demasiada gente, demasiado ruido. Pero la constancia siempre trae cosas positivas. Por fin encuentro el momento. Cuando vuelve a casa, pasa por una calle poco transitada donde hay una entrada de garaje.

Calculo que ese será el lugar donde acabaré con su vida. Pero debo esperar a mañana. Hay que planificar algunas cosas. Mañana, amigo mío, será tu último viaje en metro. De nada.

Yo psicópata. El diario de un asesino IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora