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El suave olor a los panecillos de canela captó mi atención una última vez más. Mi madre solía hacerlos en ocasiones especiales: para Navidad, nuestros cumpleaños o, como aquel día, mi partida a la universidad. Para mis padres, que su hijita se marchara de casa era como si les arrancaran un pedazo del alma. Aunque mis hermanos mayores se habían marchado de casa hace tiempo, mis padres seguían teniéndome a mí. Nos apoyábamos mutuamente, o al menos eso aparentábamos. Debajo de una máscara de familia perfecta, estaban los problemas.

Lo de siempre: el dinero, unos hijos malcriados y desobedientes, puede que alguna infidelidad y un régimen casi militar del que Hoseok escapó con suerte. Yo apenas podía salir de mi habitación si no había cumplido con mis ''deberes'', tal y como mi padre llamaba a mis obligaciones que, en el fondo, no lo eran. 

Mientras mis amigas salían de fiesta, yo me quedaba en casa repasando todo lo que había hecho durante las clases. A veces, hasta pensaba en escaparme. Quería irme de allí cuanto antes. Quizá el problema no era escapar de casa, sino de mi padre.

Cabe decir que ni siquiera era mi padre biológico. Mi madre se divorció varias veces; a la tercera iba la vencida. Hoseok y yo llegamos a la conclusión de que su matrimonio no era más que de conveniencia. Él necesitaba unos abogados para salir adelante con su empresa, y mi madre, dueña de un bufete, le brindó ayuda cuando más la necesitaba. Puede que él se sintiera en deuda con ella y por eso se casaron. No sabíamos el porqué del matrimonio, pero sí que no era uno cualquiera y que sólo fingían quererse.

De hecho, fue mi madre quien me animó a estudiar diseño gráfico y quien me dijo que me fuera lejos del control de mi padrastro.

Atraída por el olor de la canela, bajé las escaleras de nuestra casa familiar en Gwangju, y casi arrastrando los pies, me dirigí hacia el comedor. Estaba amueblado con una enorme mesa de madera maciza y una enorme lámpara de cristal presidía la sala junto a un cuadro del paisaje de la comarca que pintó mi abuela. Para qué mentir, a mí siempre me recordaba a las típicas habitaciones de las casas embrujadas. Parecía que nos habíamos anclado en el siglo XIX.

Mi hermano, desinteresado, ya esperaba sentado en una de las sillas tapizadas con terciopelo verde. Ni siquiera se había detenido en quitarse el gorro y miraba la pantalla de su teléfono con una total apatía. A pesar de que delante de él se encontraba un enorme plato con los panecillos de canela recién hechos, no se había molestado en probarlos. Rodeé la enorme mesa de madera y me senté enfrente de él, salvando el sitio de mi padrastro. Nadie se podía sentar ahí. Era casi un pecado.

— ¿Vas a pescar? — pregunté a Hoseok, refiriéndome a su gorro. Agarré uno de los panecillos y empecé a comerlo despacio.

Mi hermano alzó la cabeza. Su estilo había cambiado radicalmente desde que se marchó de casa y dejó de ser el ojo derecho de papá. O desde que dejó de aparentar serlo.Dejó de llevar camisas para llevar sudaderas y gorros de señor mayor aficionado a la pesca. De puertas hacia dentro discutían siempre; Hoseok quería ir a una academia de baile de Seúl, pero mi padre se empeñaba en que estudiara algo relacionado con la economía. De puertas hacia fuera, Hoseok era un chico obediente cuyo hobby era bailar.

Ignoró por completo mi pregunta. — ¿Preparada para irte de este asco de lugar?

Le mandé callar. No quería que mi padre y él volvieran a tener problemas, y yo tampoco quería ganarme un sermón. Hoseok rodó los ojos y esperó a que una de las criadas dejara en la mesa una bandeja con algo de té. Ambos se lo agradecimos con una sonrisa.

— ¿Has visto hoy a mamá? — pregunté mientras me servía algo de té negro en una taza de porcelana. Todo parecía hecho para una casa de muñecas. Todo era demasiado artificial. 

New Rules » Maknae line; BTSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora