IV. No le gustas sólo a las chicas

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Un beso. Bastó un simple y rápido beso en el cuello para que Minato se diera cuenta de que estaba soñando. Otra vez.

La oscuridad lo rodeaba — al igual que en aquel primer sueño que tuvo —, no permitiéndole ver absolutamente nada mientras esa persona exploraba su cuerpo. Los dedos delicados recorrieron su clavícula, acompañados de un roce lleno de cariño de esos labios contra los suyos, que hicieron que estremeciera.

Para su sorpresa, él correspondió. Acarició con un movimiento lento la espalda de H, dejando que las uñas apenas tocasen la piel, y ganó un pequeño gimoteo en respuesta cuando se detuvo. Una sonrisa se formó en sus labios y el cuerpo que descansaba — de manera casi imperceptible — arriba del suyo tembló un poco. El rubio no dudó en rodear posesivamente la fina cintura antes de recorrer con las manos sus brazos y detenerse justo debajo del mentón. Intentaba memorizar cada centímetro de la tez que tocaba y adivinar a quién pertenecía. Un jadeo alcanzó sus oídos seguido de una colisión de mejillas.

En un segundo, sus cuerpos estaban tan cerca uno del otro que podía jurar que los átomos empezaban a fundirse entre sí. Dejó escapar un gemido.

Fue entonces que una repentina idea cruzó su mente, no tardando mucho en convertirse en una decisión. Sus brazos volvieron a envolver esa delicada cintura y, sin mucho esfuerzo, giró a ambos cuerpos para posicionar cuidadosamente el suyo sobre el ajeno. Sin embargo, justo cuando sus respiraciones calientes se chocaron, cuando iban a juntar sus bocas — y el rubio ya podía imaginarse los dulces sonidos que escucharía —, se despertó.

Abrió los ojos de golpe y de un salto dejó la posición acostada de antes, sentándose sobre la cama. Los ojos azules estaban nublados, la respiración descompasada y los cabellos dorados habían adquirido un tono más oscuro debido a la gruesa capa de sudor que los cubría. Lanzó una mirada rápida a la mesilla de noche, el reloj marcaba las 3:27 de la madrugada. Las cosas no podrían volverse más intensas, fue lo único que pudo pensar en ese momento. Pero su miembro erecto ejerciendo presión en los boxers que vestía probaban lo contrario.

Recorrió los mechones rubios con los dedos mientras un largo y pesado suspiro salía de sus labios. Era imposible no pensar en lo que estaba pasando, en cómo las cosas habían sucedido. En pocas horas, habían dejado atrás la condición de maestro y alumno, de personas casi desconocidas, para empezar a ser algo que, si era sincero, no podría definir bien. No llegaba a ser un amorío ni un flechazo, no, claro que no, pero había una pizca de algo que lo hacía querer no sólo hablar con H, tampoco únicamente compartir tiempo con esa persona, quería algo más, pero no sabía exactamente qué era. O, tal vez, lo supiese muy bien y simplemente no tenía, aún, el valor suficiente para decirlo de manera explícita.

Porque H no era era sólo una persona más que conocía ¿conocía?, con quien había tenido unas cuantas pláticas, no. Sin embargo, no sabía su nombre, cómo era, qué pensaba.

Desconocía el color de su pelo y el de sus ojos, también el timbre de su voz. No tenía, en ese entonces, ni una vaga idea de quién era, no sabía casi nada. Por eso, soñar con esa persona podría parecer algo anormal, incomprensible. Aún así lo había hecho, dos veces, y lo peor es que le había gustado.

Se frotó los párpados, concentrándose para, por fin, recobrar el aliento. Pasó unos minutos allí, sin saber qué hacer, la frente apoyada en una das manos y el codo en una almohada. Aunque ya hubiese tenido ese conflicto mental muchísimas veces en los dos últimos días, se le hacía inevitable no sentir un poco de culpa, de pensar en sí mismo como un pervertido aprovechador. Por más que aún existía esa pequeña parte de él que insistía en decirle aquello todo no estaba bien, no quería prestarle mucha atención, justamente porque había una otra parte, una mucho más reciente pero también mucho más significativa, que le gritaba que dejara ya de exagerar. La persona que se hacía llamar H tenía tan sólo diecinueve años, sí, era cierto, también era casi la mitad de su propia edad. Sin embargo, sin que se diera cuenta, empezó a sentirse tan bien al hablar con ella, al pensar en ella, y todo eso sin siquiera haberla visto personalmente — o, más bien, haberla visto estando consciente de que era H. El miedo y la confusión inicial ya no existían y, sinceramente, aunque lo creyeran loco por esto, cada vez se convencía más de que las cosas no eran tan dramáticas como pensaba.

Querido SenseiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora