Prólogo

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Virreinato del Rìo de La Plata, 1805

El sol se escondìa detrás de las nubes. Aún no era mediodía y el cielo estaba tan oscuro y gris que ya no había día.

Dentro del carruaje ninguna vela ardía y la oscuridad reinaba en el carruaje, aunque ni Pedro ni las niñas notaban la diferencia. El silencio era sepulcral y los viajeros no tenían intención de romperlo.

Rosario inclinó su pelirroja cabeza hacia su hermana mayor —Papá no dijo nada desde la mañana.

—Está triste como nosotras —le contestó Dolores.

—No, no como nosotras.

Dolores pudo ver que su hermana estaba afectada por la muerte de su madre, y la afectaba más aún la indiferencia de su padre, que desde hacía dos días que no le hablaba. Tenía ocho años la pelirroja, y Dolores nueve y medio. Verdad era, Don Pedro no estaba triste como las niñas; ellas aún estaban vivas, él en cambio, parecía muerto en vida, muerto de palabras. Si bien para Dolores la actitud taciturna de su padre la molestaba respecto de sus hermanas, le entendía a la perfección, ya que ella desería poder estar sola y en silencio, sin que nadie le hablara. Pero debía velar por Rosario, sentada a su izquierda, mirando de reojo a su padre, y por Mercedes, sentada a su derecha, que tenía unos hermosos siete años. Ella se había dormido llorando y preguntando por su madre, de si volvería por ellas.

El carruaje seguía dando tumbos. Mercedes había estado sufriendo desde que su madre cayó enferma, hace casi una semana atrás. No le habían dejado acercarse por miedo a que fuera contagioso. Empezó como una simple gripe, que siguió con la agónica muerte. Ninguna volvió a verla si no hasta su funeral, el día de hoy.

La mayor de las Arriaga sabìa de su destino. Había oido que la señorita Verri le había dicho a Don Pedro, o más bien hecho acordar de aquel Instituto en el habían internado a la otra hija de su padre, una ilegítima, en España. Fue un gran escándalo cuando se descubrió que además de sus hijos Pedro y Juan, tenía una niña con otra mujer. Nunca se supo mucho de ella, pero sí de su niña, a quièn Alfonso Arriaga ya no podía darle la espalda. Alfonsina, si bien no tuvo apellido ilustre, tuvo una gran educación y se convirtio en una señorita muy educada. Pedro la conoció cuando salió del colegio y desembarcó en el Puerto, y de pura casualidad, por que el llamado de la sangre le dijo que esa mujer rubiecita, tan parecida a su padre en rasgos era su media hermana. No le habló ni lo haría, pero su porte y comportamiento para con los demás le hicieron ver la gran instrucción que había recibido. La señorita Victoria Verri sabía de esta historia y había conocido, por su parte, a la señorita Alfonsina, y daba fe de aquel instituto. Estaba en España, y ellas serían enviadas allí una vez pasara su luto.

Rosario se había quedado dormida.

—Nos vas a mandar a España —dijo Dolores de repente—, mamá no hubiera querido...

—Tu madre no está, y ustedes se van, punto —la voz grave de su padre no dejaba lugar a discusiones, sin embargo, debía intentarlo una vez más.

—Queremos estar en casa, juntos, papá por favor... —tenía la voz lastimosa, pero no quería llorar, no en este momento.

Pero él no la miró ni una vez o siquiera se dignó a contestarle. Él ya había tomado una decisión.

—Juntas, entonces.

La Joya en el MarWhere stories live. Discover now