Uno

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Diez años después

España 1815

La rectora acomodó los papeles en su escritorio y tomó una pluma. Estaba dispuesta firmar la salida de las Arriaga; de las tres. Y así lo hizo. No debería haberlo hecho, aún faltaba otro año para que Mercedes cumpliera dieciocho, pero no podía con una niñata como esa, salvaje como ella sola. Era la única de las tres que no era una dama, y no se molestaba en esconderlo. Dolores en cambio era toda una mujer, inteligente y fuerte; hace un año debió salir del colegio, pero se negó a irse hasta que la última de sus hermanas se fuera con ella. Habían hecho un gran trabajo con ella, y ahora sabía caminar, vestirse, comer, bailar y ser una dama. Lo que lamentaba la rectora Silvero es que no fuera del todo bonita, ya que era parecida a su padre mas que nada y, aunque más femenina, no era una cara que resaltaba por las demás con su ovalado rostro y ojos redondos un poco caídos, completamente oscuros. Tenía una contextura fuerte y bien formada, lo cual hacía más probable que encontrara un hombre que la amara pues por su forma de ser y pensar tampoco era un lujo; era terca en demasía y muy pocas veces se le podía hacer cambiar de opinión a menos que fuera respecto de sus hermanas, pues eran su talón de Aquiles.

Otra cosa muy distinta era Rosario. Ella era una hermosura incomparable de ojos miel, cabello rojo, tez blanca y cuerpo delgado. Era un ángel y un regalo a la vista para cualquiera. Junto con su adorable y dócil carácter, filas y filas de hombres y ofrecerían la luna y las estrellas a cambio de su mano. Así de perfecta era Rosario. Una vez notó que sus ojos, cuando era de noche, parecían verdes. Tenía la misma piel que Dolores, llena de pequeñas pecas en el cuerpo, aunque Rosario también tenía algunas en la cara que trataba de siempre cubrir con polvos.

Pero luego venía Mercedes. Fueron años desperdiciados en enseñarle etiqueta y modales a una niña que odiaba estar ahí. No es que no aprendiera nada de las cosas que se enseñaban, pero no las había puesto en práctica jamás, y no lo haría, no mientras estuviera en España. A la única que hacía caso era a Dolores, con quien siempre se comportaba como buena niña mientras ella se lo dijera, tal como una madre. A la rectora no le hacía gracia, esa niña le había costado tres de sus mejores vestidos cuando los había manchado con pintura. Cómo había conseguido la pintura o cómo había podido entrar a su habitación privada era algo que solo Mercedes sabía, porque nunca paraba hasta salirse con la suya. Y vaya que lo logró. Su salida estaba firmada por expulsión. Dolores era la responsable ahora de su hermana y estos papeles serían entregados a ella para luego ser entregados a su padre.

No iba a negar que era muy bonita cuando estaba quieta; tenía una piel limpia y blanca, con ojos y pelo color chocolate, y cuando estaba bien vestida y peinada, poco le quedaba para alcanzar a Rosario. Pero jamás se peinaba y jamás usaba vestidos, y por consiguiente nunca hacía esfuerzos por ser una señorita, por lo menos frente a ella.

Era de complexión fuerte como Dolores, pero más baja, por lo cual Rodrigo Gancedo, profesor de historia y antiguo profesor de esgrima la adoraba. Un día el profesor encontró a un niño por las afueras del instituto en una pequeña loma, blandiendo un palo como si fuera un florete. Él pensó en su hijo fallecido, quién habría de tener unos diez u once años como ese niño de pantalones cortos y llenos de tierra. Cuál fue su sorpresa al enterarse que era una niña de diez años, flaca y sucia. Se hicieron amigos, y él jugaba con ese niño que quería ser pirata, blandiendo palos como espadas en las horas de juego. Con el pasar de los años los juegos ya no le interesaban a Mercedes, quien comenzaba a desarrollar sus formas de mujer y una belleza comenzaba a aflorar, y cambiaron los palos por floretes, y el bosquejo por una gran sala. La rectora permitió que ellos tuvieran sus clases de esgrima en tanto mantuviera ocupada y cansada a Mercedes. Y era buena. Rodrigo decía que era lo bastante buena.

Ellas partirían hacia Argentina en unos días, y sabía la rectora que jamás volverían. Recordaba aún a la tía de las muchachas, a la que jamás tampoco volvió a ver, y esperaba que jamás se le ocurriera querer conocer a sus sobrinas. 

La Joya en el MarWhere stories live. Discover now