Dos

67 11 0
                                    

Argentina 

Vicente observó a la señora Arriaga desde la ventana.

En sus veinticuatro años no había conocido una mujer que lo complaciera tanto como la señora Victoria Arriaga, salvo alguna que otra prostituta profesional de la zona central de Buenos Aires, y del buen puerto. Vicente podía jactarse de ser un gran conocedor de mujeres, pues le gustaban y mucho. Victoria era una mujer salvaje, insaciable, y complaciente, toda una prostituta, aunque esto jamás se lo diría en la cara ya que corría el riesgo de que se lo asesinara por tal comparación. Él había estado con ellas, y también con muchachas nobles y de buena cuna, que eran demasiado vírgenes para su gusto.

Dar placer era un arte complejo, según creía Vicente, y requería de práctica para ser diestro. Ella era diestra. Y desde luego no había aprendido a serlo con su esposo, Don Pedro Arriaga, que daba la impresión de ser más suave que una seda en cuanto a mujeres, por ser un hombre grueso y fatigoso. Era un buen hombre, sin embargo, y Vicente sentía a veces el remordimiento de estar acostándose con su esposa bajo sus narices, cuando él no le había hecho nada mas que recibirlo en su casa y tenerlo bajo su techo. Pero ahora, viendo a Victoria ¿Quién se perdería una oportunidad con esa mujer? ¿Que clase de hombre sería si la rechazaba? ¿En qué mente entraría el hecho de no aceptar las proposiciones de aquella belleza?

Dudaba que alguna mujer pudiera rematar ese tipo de hermosura, de ojos rasgados y azules, piel blanca y rasgos fuertes. Apenas rozaba los treinta y cinco, y su figura se mantenía firme y suave, él lo había comprobado las noches en que ella se escabullía en su habitación cuando su marido dormía o salía de casa. Se entremeció su parte baja al recordar su trasero contra sí.

—¡Vicente! —una voz gruesa como la de un demonio lo sacó de su ensimismamiento.

Don Pedro ya había abierto la puerta de su habitación y entrado en un segundo, sin tocar como era su costumbre. Se dio vuelta con sutileza, cuidando de no ponerse de los nervios. El hombretón rió con fuerza —¿No te asusté, hijo?

—Un poco tío, un poco. Como de costumbre, me agarra distraído.

—Bajá de esa nube, te pido, y prestame atención.

El viejo era ya la sombra de lo que había sido en su juventud, por lo que él vio en viejos retratos, de cara redonda y pelo encanecido. Sus ojos mostraban bolsas y cansancio, producto del ocio el en que se había sumido y al que no estaba acostumbrado. Pero sonreía.

—Pero si se le ve contento, tío —notó él—, cuente cuente que lo tiene así, seguro es algo bueno.

—¡Claro! —exclamó acercándose al joven y palmeándolo en los hombros —¡Son mis hijas! Al fin han de volver, para quedarse.

El viejo estaba feliz, y lo que dijo captó la atención completa de Vicente —Que bien, —consiguió decir con una sonrisa espléndida— pero prima Mercedes ¿No tiene decisiete? ¿Me salté un año?

—Recibí una carta de Dolores, y firmaron la salida de Mercedes en consideración de sus dos hermanas según leí —explicó—, además de ser toda una dama, haciendo que sea inútil un año más ahí. Rosarito cumplió dieciocho la semana pasada, y no pienso seguir pagando para que le enseñen a sentarse y a pararse a Merce, con que sepa ubicarse me basta y me sobra.

La sonrisa en Vicente quedó dura. No quería que viera en sus ojos otra cosa que no fuera alegría. La salida del novillo menor complicaría a Victoria, y desde luego la pondría de pésimo humor.

—Tía Victoria no está enterada, me imagino.

Soltó un suspiro cansado —No, todavía no, si la carta me llegó hoy, y no quería que se pusiera nerviosa. Nadie la soporta estando así.

El joven rió —Bueno, sí, pero...

—Cuando te trajo acá —irrumpió—, hace cuatro años, dijo que era porque se sentía sola, mi único sobrino dijo, y yo lo acepté. Te volviste su amigo y su confidente cuando yo no estoy con ella, y te agradezco que cuides tan bien de mi bella hiena. Encargate de hacérselo saber, hijo, yo no tengo ánimos de recibir gritos, nunca fui un hombre de mucha paciencia.

Ante ese fatigoso pedido, Vicente no osaría negarse, ya que no habría vuelta atrás si Don Pedro había tomado una decisión.

—Quede en paz tío, yo la pongo al tanto —aceptó —¿Y para cuando se espera la venida de mis hermosas primas?

—En tres semanas, o dos, depende de las olas y el tiempo. Será una sorpresa para mí, dijo Dolores —mencionó, ilusionado.

El viejo estaba contento y eso podía verse. En él recaía la tarea de hacerle saber a Victoria que las niñas habían de llegar en dos o tres semanas. Seguramente se pondría furiosa, y golpearía el suelo con los pies, como solía hacer.

Tenía Vicente, sin embargo, curiosidad de conocer a las Arriaga. A Dolores, tan parecida a su padre, a Rosario que poseía la belleza de su madre aunque él jamás había visto a ninguna de las dos, y a Mercedes de la cual no había oído mucho, solo que lloraba sin cesar en el velorio de su madre, según su "tía". Ella, en su afán de odiar a las hijas de su esposo que obviamente irrumpían la herencia, había cometido un error desde el punto de vista del joven, pues jamás había visitado a las chicas las tres veces que Don Pedro fue a España, y no las conocía del todo desde luego. No sabía nada de ellas, y eso la ponía en desventaja.

Ellas podrían haber cambiado, y él estaba seguro de que así era. Miró a su tío con falsa empatía, y de pronto la llegada de las herederas ya no le parecía tan terrible.

La Joya en el MarWhere stories live. Discover now