Cuatro

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Iban a llegar. Vicente se había puesto sus mejores galas para recibir a las tres hermanas, a las cuales se las esperaba llegando el mediodía.

Peinó su cabello castaño hacia atrás, remarcando esos ojos oscuros y pícaros, se puso una camisa blanca sin corbata ni moño debajo de su traje negro y se perfumó tal vez un poco. Era muy atractivo y él lo sabía, era consciente de que las mujeres se le quedaban viendo cuando pasaba. Tenía la piel hermosamente blanca y nariz respingada, con una sonrisa y dientes perfectos, rasgos suaves y una mirada irónica. Era el partido perfecto en cuanto a belleza, ya que no poseía herencia o casa propia; tal vez esa era la razón por la que las mujeres con las que había estado jamás le insinuaron la palabra matrimonio o nada parecido.

Bajó con una sonrisa las escaleras, para encontrarte con una seria Victoria en medio del gran salón, supervisando sin ganas los arreglos y las flores para la fiesta que le seguiría en dos días. Los sirvientes estaban caminando de acá para allá sin descanso y con emoción, todos intrigados por la llegada de las Arriaga, y se aseguraban de pasar por ahí cada dos minutos; nadie quería perderse el ver la gran entrada de las señoritas.

—¡Tía! —le sonrió Vicente, llegando a su lado —¿Emocionada?

Ella le fulminó con la mirada —¿Te pensás muy gracioso, no?

—Te aconsejo que sonrías, amor —le dijo ya en un tono más bajo —, no creo que te convenga estar en malos tratos con las primas.

—Una mierda me importan esas putas, no quiero tener trato alguno con ellas.

—Sos su madrastra —le recordó él—, y una madre para la gente que va a venir a la fiesta, vas a tener que tratar con ellas, y llevarte bien por ahora de ser posible.

Ella hizo una mueca —Las odio, Vicente, las odio. Pensé que ya me habría librado de ellas, que ya estarían casadas.

—Tío Pedro no lo permitió —le dijo —¿No lo sabías?

—Hace un año dijo que tenía ya sus candidatos para ellas, y pensé que ya se iría y las casaría en España, que sus pretendientes eran españoles. Pensé que este año llevaría a cabo sus planes, puesto que él lo dijo.

Él lo pensó unos segundos —Si lo pensás bien, no te mintió. Sí las va a casar... solo que acá.

—Mejor callate ¿Querés? —rezongó ella —¡Tuve solo una semana para investigar a los hombres en cuestión! ¡Son de Buenos Aires! Y yo que no las quería cerca...

—¿Y por qué lo hiciste?

—Primero, él casi me lo ordena, y segundo, si lo hiciera él mismo tardaría más de un mes en tomar los datos que yo tomé de las familias... y mujeres. Quiero que esto sea rápido.

—Te entiendo querida, pero bueno, cambiá tu preciosa expresión, por que veo que un carruaje se acaba de detener a lo lejos.

Vicente miraba por el vidrio de la puerta, y en efecto, a través de las cortinas, allá un carruaje había llegado. Unas tres mujeres bajaron, y se dirigían con lentitud hacia la mansión, como titubeantes, haciendo que la agonía de Victoria se alargara aún más. Cada sirviente dejó lo que estaba haciendo, y permaneció quieto en las esquinas y paredes cual estatuas, para poder ver a las niñas sin sofocarlas y guardando su lugar.

—¿Se rompieron las piernas en el puerto? —escupió Victoria, irritada.

—Tal vez sus tacos les molestan —rió Vicente.

El ama de llaves abrió la puerta y las tres hermanas ingresaron, una a una. Primero Victoria reconoció a Dolores, un rostro alargado y ojos oscuros y redondos al igual que su padre. Bonita, sí, pero no lo suficiente. Llevaba un tocado que cubría la mitad de su cabello dejado algunos mechones rubios por la nuca y las orejas, y un vestido celeste cielo con telas blancas adornando volados y escotes. Su mirada recorría todo el lugar con aire de suficiencia, como si estuviera en su casa y la contemplara suya. Victoria la maldijo con una sonrisa apretada.

La Joya en el MarWhere stories live. Discover now