Una mañana al entrar a la escuela, Frin se encontró a Lynko hablando con ella. Se
llenó de celos y se sintió traicionado. Lynko lo saludó contento. Frin no respondió.
Ahí estaba, con su ridículo buzo verde, hablando con Alma. Para qué me habré acercado, si hubiera sabido no me habría hecho su amigo. En realidad, Lynko, no tenía por qué saber cuánto le gustaba Alma; si no se lo había dicho a nadie. No importaba. Ahí estaba otra vez, levantando el brazo para llamar su atención. Hizo como que miraba en otra dirección y no le habló en toda la tarde.
—¿Qué te pasa, Frin, estás enojado? (Lynko).
—... (para colmo el muy tarado es amable. Si hay algo que odio es estar enojado con uno que insiste en ser amable).
Frin se había convertido en su mejor amigo, les decían Batman y Robin, porque siempre estaban juntos y del lado de la justicia. ¿Cómo no lo iba a buscar?
*
Alma era una chica del mismo grupo, había llegado hacía varios años, cuando estaban en segundo grado. No bien la vio, Frin sintió que se le caían los botones. El primer día se la pasó distraído y no hacía otra cosa que mirarla en secreto. Cuando le parecía que nadie lo estaba viendo, la observaba; y, si alguien lo descubría, él hacía como que enfocaba los ojos más lejos, como si estuviera mirando más allá.
Por supuesto que todos se dieron cuenta y Alma también. Cómo no iban a notar a alguien que asomaba de atrás de una columna; que pedía ir al baño cuando ella lo hacía; que le ofrecía caramelos cada vez que conseguía articular dos palabras cerca de ella. Porque ése era otro problema. Si ella no estaba él era conversador; pero si Alma estaba cerca, enmudecía. Para hablar con ella había que acercarse; pero si se acercaba no podía decir una palabra.
La primera vez se le ocurrió lo de los caramelos. ¿Querés caramelos?, no es una frase que haya que tomar apuntes para no olvidarla. Le pareció buena idea, acercarse y saludarla. Hola, me llamo Frin ¿querés caramelos? No, eso no tenía lógica, había que poner a los caramelos primero. Hola, ¿querés caramelos?, me llamo Frin. Tampoco, ¿Querés caramelos?, hola, me llamo Frin. Tampoco, mejor le digo mi nombre después.
¿Querés caramelos? Y listo, seguramente ella diría algo, o le preguntaría su nombre, y ahí sí, él lo diría: Frin, ¿y el tuyo?
Cuando ya tenía perfectamente calculado cómo iba a acercarse, qué frase iba a decir, qué sonrisa pondría, cómo estiraría la mano, qué caramelos ofrecería; es más, cuando movió un pie para dar el primer paso, se dio cuenta de algo crucial, que lo clavó en el piso y lo frenó. Algo elemental. Estaban en el mismo grado, ¿cómo se iba a presentar con el nombre? Era evidente que cada uno sabía el del otro. ¡Qué idiota! ¿Cómo no se dio cuenta antes? Por poco queda como un tonto; había que pensar otra cosa. Sonó el timbre.
Aprovechó la clase de Lengua para repasar el plan. ¿Cómo hubiera hecho Ferraro? El maestro les contó el libro de un tal Ítalo Calvino, Las cosmicómicas. Decía que la Luna
quedaba cerca de la Tierra y era de queso. Eso estaba bueno. Hola, Alma, ¿vamos a buscar queso a la Luna? Frin se rió de su propia idea. ¿Y si se acercaba con un chiste?
¿Y que tal si en el momento no se le ocurría ninguno? ¿Qué le iba a decir? Lo siento, Alma, será para otra vez. No, lo mejor es llevar un chiste bien pensado y que parezca que a uno se le ocurrió en el momento. La Luna no puede ser de queso porque si no, la noche olería como las patas del de gimnasia. No sé, algo así, y al final: ¿Querés un
caramelo? O, ¿querés unos caramelos? Sí, mejor.
Cuando sonó el timbre y salieron al patio sintió que era un poco más difícil de lo que había calculado, pero lo iba a hacer. Se dio cuenta de que se había olvidado los caramelos en su banco. Regresó por ellos. Alma estaba hablando con su amiga Vera; convenía esperar que estuviera sola. Dio vueltas por el patio, contando los caramelos en su bolsillo. Faltaba uno. No podía ser. Acá está. Sin darse cuenta, él mismo lo había pasado al otro bolsillo. Mejor paraba de contarlos porque si no, iban a quedar un poco manoseados. Hola, Alma, ¿querés que te lave unos caramelos?
Se quedó sola. No quedaba más remedio que acercarse. Bueno, tampoco era una obligación, podía hablar mañana. No, ahora. Frin sentía que las palabras empezaban a huir de su cabeza, como ratas que escapan de un barco que se hunde. ¿Querés caramelos?, no era un largo parlamento, al menos podría decir eso, o ¿caramelos?, y ya. Pero a medida que se fue acercando se puso más nervioso. Ella lo saludó:
—Hola, Frin, ¿cómo estás?
Pero a él no le quedaba ni una sola consonante en su cabeza, ni la más mínima vocal. Lo único que pudo hacer fue sacar la mano del bolsillo, llena de caramelos. Pero estaba tan nervioso que el movimiento fue un poco brusco. Alma dio un respingo, pensando que era una broma. Al hacerlo chocó a una maestra que pasaba detrás de ella, casi la hizo tropezar. Alma lo señaló a él, que seguía con la mano extendida.
—Gracias, Frin (dijo la maestra, tomó un caramelo y siguió su camino). —No eran para ella (protestó Frin, con la mano extendida).
—¿Y para quién eran? (preguntó Alma), ¿para vos, nomás?
—... (negó con la cabeza).
—¿Puedo agarrar uno?
—... (asintió).
—Uy, están un poco arrugados.
Frin los miró. No sólo estaban arrugados, algunos estaban sin la envoltura. Metió la mano en el bolsillo, las encontró, envolvió los caramelos, extendió la mano nuevamente. Ella puso cara de asco.
—Éste (dijo Frin).
—¿Qué?
—Éste estaba envuelto de fábrica.
—Gracias... (sonó el timbre, Alma lo tomó, y fue hacia el aula).
Él miró los caramelos en su mano, estaban arrugados y transpirados. Eran un asco. Si ella había aceptado uno, era que le había ido realmente muy bien. Además no se rió, ni se burló, y él no había tenido que decir ningún chiste. Éste estaba envuelto de fábrica, una frase que jamás se le hubiera ocurrido. No había estado nada mal.
Pero todo eso le había costado acercarse a Alma, y eso había sido hacía años. Y ahora, Lynko, un recién llegado a esta escuela, había estado charlando con ella lo más tranquilo. No era justo.
—Ey, ¿qué te pasa, Frin?, ¿estás enojado?
—¡Ándate! (gritó él).
—¡Ándate vos, tarado! (replicó Lynko).
Y se fueron rumbo a sus casas, caminando uno en cada vereda.