Se veían nubes cargadas, Su mamá le dijo que buscara las botas, le puso su campera
impermeable que tenía una capucha.
—Mamá, parezco un astronauta.
—Mientras no seas un chico resfriado, no importa lo que parezcas. Frin estiraba sus brazos abiertos y se balanceaba.
—Aquí Houston, aquí Houston...
—(Sonriendo) Quédate quieto, que no te puedo cerrar la campera. —... en este planeta llueve, Houston.
—Frin, que esto no cierra.
—Porque está vieja, mamá.
—Todavía sirve.
—Si nunca la tiramos siempre va a servir, me gustaría una nueva. —Para tu cumpleaños.
—No, para mi cumpleaños quiero algo para mí.
—¿Y una campera para quién sería?
—No es lo mismo. A Lynko le compran ropa aunque no sea su cumpleaños. —...
—Me gustaría una campera verde como el buzo de Lynko... Con ésta parezco un astronauta.
—Frin, mientras yo no consiga otro trabajo. —¡Ufa! ¡Siempre el trabajo y el dinero!
—Cuando seas grande vas a tener tu propio dinero y te vas a comprar todas las camperas que quieras.
—Una campera es algo que se usa, un regalo es distinto... Además me quiero comprar un libro.
—Pero si tenés un montón que no leíste.
—De versos, no tengo ninguno... (estiró los brazos) Houston, Houston, estamos frente a una forma de vida muy extraña.
—¡Vos serás una forma de vida muy extraña!
—¿Atacamos, Houston? ¿Atacamos? Confirme.
—Andate que vas a llegar tarde.
—¡De acuerdo! (empujó a su mamá, que estaba agachada frente a él, y la hizo caer sentada).
—(Riéndose) ¡Frin!
—¡Ataque exitoso, Houston!
—¿Sabés qué les va a pasar a Houston y a vos?
—¡Oh, oh!, Houston, creo que dejamos la eliminación para otro momento.
La librería todavía estaba cerrada. Qué raro. Tocó en la casa de Elvio, y esperó. Pasó un rato sin oír nada. Volvió a golpear más fuerte. Oyó unos pasos que se acercaban.
—¿Sí?
—Soy yo, Elvio
—... ya voy.
Fue a sentarse en la vidriera y esperó. Empezaba a lloviznar. Después de un largo rato
lo vio aparecer, caminando despacio. Sin afeitar. La camisa fuera del pantalón. Se acercó a abrir la puerta sin decir nada. Frin sintió olor a alcohol. Venía de la respiración y de la ropa de Elvio: olía a vino. Ya otras veces lo había visto con una copa en la mano, y le había dicho que era por el frío, otra vez por el reuma.
Entraron. Frin levantó las persianas. La llovizna seguía cayendo. Elvio se sentó del otro lado del mostrador, mirando hacia la calle, sin hacer nada.
—Hoy que cobro me voy a comprar un libro.
Elvio se quedaba con la vista fija en la ventana, o en la llovizna, o en cualquier cosa. —¿Quiere que prepare café?
—... (respiraba lentamente, hizo un leve balanceo).
—¿Se siente bien?
—... ¿eh? (como si saliera de un sueño). —¿Le pasa algo?
—... hoy vamos a cerrar.
—¿No quiere que me quede yo?... Vaya a descansar y yo atiendo.
—... (le pasó una mano por la cabeza).
—En serio, Elvio, vaya.
Fuera por cansancio, porque confió o porque todo le daba lo mismo, en vez de poner la llave en la puerta, se las dejó en la mano a Frin y se fue.
*
Toda la librería para él. Encendió la radio, bien fuerte. Hizo que tocaba la guitarra eléctrica con una regla. Después se dio cuenta de que no iba a cobrar. No se atrevía a
pedirle su dinero. ¿Cómo iba a hacer para comprar el libro que quería leerle a Alma? Se puso a leer su artículo sobre la maratón. Entró una clienta. Bajó la radio. Le vendió un mapa. La mujer preguntó por Elvio y respondió que había tenido que ir a arreglar unos asuntos.
—¿Y te dejó a vos al frente del negocio? —... (asintió con la cabeza).
—¡Cuánta confianza te tiene!
La mujer pagó y se fue. Frin subió el volumen de la radio y volvió a tocar la guitarra eléctrica con la regla. A media mañana se le ocurrió ir a ver cómo estaba Elvio. Puso el cartel de "Ya vuelvo". Fue hasta la casa. Se asomó a su cuarto y vio que estaba tirado encima de la cama, durmiendo. El olor era más fuerte. Decidió prepararle un té. Lo hizo y se lo dejó en la mesita al lado de la cama. Volvió al negocio pensando en algo que había oído una vez. Elvio tenía una hija que vivía en otra parte, que no le escribía nunca y sólo lo llamaba cuando necesitaba plata.
Se le ocurrió que podía sacar el libro de la biblioteca. Puso el cartel y salió bajo la llovizna suave y persistente. En la vereda de enfrente una abuela se cayó, como un tronco; casi ni alcanzó a poner las manos para atajar el impacto. Fue tan raro que Frin no reaccionó enseguida, como si sucediera en una película. Cruzó la calle y la ayudó a levantarse. La mujer traía una bolsa de compras en un brazo y un paraguas que había
quedado dado vuelta, como una flor panza arriba. La señora se recostó contra un árbol. Frin esperaba que se incorporara, pero se demoraba y se tocaba la nariz. Le salía sangre. Frin tomó el paraguas, lo enderezó y la cubrió. Vio que ella sacaba un pañuelo viejo y remendado. Se secaba la sangre de la nariz. Frin se ofreció a acompañarla y le dio su brazo. Ella lo tomó. Caminaron lentamente hasta una casa en la que había un señor mirando afuera.
—Oh, ahora mi marido se va a preocupar (dijo ella).
En la puerta le entregó el paraguas, se despidió y salió corriendo. Encontró el libro en la biblioteca. Volvió al negocio: era hora de cerrar. Pasó a dejarle la llave a Elvio. No se había levantado. La taza estaba en el piso y el té estaba derramado. Levantó la taza. Secó el suelo. Dejó la llave en la mesa de la cocina y se fue hacia su casa, pedaleando
lo más fuerte que podía. Cuic, cuic. Maldición, tenía que llevar a aceitar la bicicleta antes del picnic.
Qué mañana más rara. Su mamá no podía comprarle la campera. Elvio no podía trabajar y esa viejita no podía caminar sola. Su mamá le había dicho que cuando fuera grande iba a tener su plata. Todavía no tenía su plata, pero ya se sentía grande. Y lloviznaba. Lloviznaba como si se hubiera dado vuelta un barco, o como si las nubes
pedalearan llovizna hasta poner el mundo patas arriba.