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¿Qué había pasado desde la primera vez en que Frin se acercó a ella, hasta ahora?
Sencillo, le regaló tantos caramelos que el dentista de Alma podría haberse vuelto millonario.
Si Alma hubiera hecho el más mínimo chiste al ver que Frin la buscaba, él hubiera pasado al estado gaseoso. Se habría quedado duro como una estatua en el medio del patio de la escuela. Estatua de Frin ofreciéndole caramelos a Alma. Como una de esas leyendas indígenas en las que un indio se queda transformado en un pájaro que canta, o en la flor del ceibo, si es mujer. Sólo que Frin se hubiera convertido en papel de caramelos. Un mito más para la humanidad. Pero nada de eso había ocurrido.
—Hola, Frin, ¿qué hacés el sábado por la tarde? (Alma).
—... (jugar con Lynko)... este, nada.
—Mi abuela me contó una historia del cementerio viejo, ¿vamos a verlo?
  —... (triple glup)... claro.
El cementerio abandonado quedaba en un monte cerca del pueblo. El camino era de tierra y fueron en sus bicicletas. Las apoyaron en la alambrada que lo rodeaba y entraron. Primero cruzó Frin. Luego pisó el alambre de abajo y levantó el otro, para que pasara Alma.
A pesar de que era de día y había buena luz, iban caminando lentamente entre algunas lápidas caídas. Callados. No se atrevían a romper el silencio del lugar. Había cruces oxidadas. Una caída, otra apenas inclinada. Ahí era Frin quien guiaba los pasos; ella lo seguía, aunque parecía ir al lado suyo. Él creyó ver algo, se detuvo. Alma también. Frin se agachó a recoger y exclamó:
—¡Un hueso!
—¡...! (Alma dio un grito ahogado, y le tomó la mano). —... (Frin tiró el hueso al piso).
Pero resultó ser una rama de color marrón oscuro, delgada, blanda, y con la forma de un hueso. Soltaron una risa nerviosa al ver que sólo era una rama; también por el silencio del lugar; la soledad; lo cerca que estaban.
Siguieron internándose, Alma no le soltó la mano, y Frin pasó de dejar que ella le tomara la mano a tomársela él también. Lo hizo con mucho cuidado, atento a si ella
iba a quitar su mano. Cuando él la tomó, ella apretó suavemente sus dedos, cobijándose un poco más. En él. En Frin. En el de las vueltas alrededor de la cancha. En Frin el tímido. No pudo evitar mirarla a los ojos, y ella le devolvió la mirada con una sonrisa. Pero no quitó su mano. Frin no quería que ese momento terminara nunca. Por poco deseó que todo el mundo fuera un cementerio viejo, para que Alma nunca, nunca, le soltara la mano.

Avanzaban pisando con cuidado. El suelo estaba lleno de hojas y húmedo, porque los
cerrados árboles del monte no dejaban que el sol diera a pleno. Otra cruz oxidada, con unas flores de plástico enroscadas. Descoloridas, inclinadas, muertas ellas también.
—Frin, ¿habrá alguien enterrado ahí, todavía? (preguntó Alma en un susurro). —¿Qué?... no te oí (también susurrando).
Alma se detuvo, tomó a Frin de un brazo, lo acercó hacia ella, y con los labios casi
rozando su oído, le volvió a preguntar.
—No creo (respondió Frin al oído de ella).
—¿Y para qué tiene flores, entonces? (en el oído de él).
A Frin le dio tanta emoción sentirla así de cerca, que levantó los hombros, y continuó caminando. Tal vez dejó pasar una oportunidad de darle un beso, o de acariciarle la cara. Pero eso sólo puede pensarlo quien nunca haya sentido tener algo tan cerca y a la vez poder perderlo todo de golpe. Es verdad que también se pierden cosas por no tomarlas, pero no siempre es fácil saberlo. Y a veces, la mayoría de las veces, hay que decidir, sin saberlo.
Sus pies se hundían en el suelo blando. Caminaron entre plantas y árboles altos hasta el centro del cementerio. Había una pequeña construcción de ladrillos, con el revoque caído. En varias partes, un musgo verde lo cubría. Toda la construcción tenía un paso y
medio de ancho, y llegaba hasta la altura del pecho. Clavada en la parte de arriba, había una gran cruz de metal, como si vigilara el lugar.
La más grande del cementerio. Muy oxidada.
—¿Tenés miedo? (preguntó Frin, en voz baja).
—... (ella hizo que no con la cabeza, pero le apretó la mano).
Se quedaron en silencio. La luz entraba atenuada por los árboles, igual que el viento. Sólo llegaba el aire fresco, así como llegaba la luminosidad, desde todos lados por igual. Sin pensarlo, Frin aflojó su mano; ella respondió igual. Él fue entrelazando sus dedos en los de ella, uno a uno. Alma continuó ese gesto, como si fueran los dedos de Frin que abrazaban los dedos de ella que abrazaban los dedos de él. Como un papel que da vueltas sobre sí mismo.
Siguieron caminando hasta el otro extremo. Había una pequeña capilla; estaba en el borde del cementerio a pocos pasos de la alambrada, del lado opuesto al que habían entrado. Al acercarse, un olor ácido les hizo fruncir la nariz. Alma susurró:
—Mi abuela me contó que...
—Shhhh (hizo Frin con un dedo).
La capillita no tenía puertas ni ventanas. Había ladrillos caídos en el suelo, cenizas y restos que indicaban que alguien había comido y había usado el lugar como baño.
Sintieron miedo de que volviera y los encontrara ahí; además, el olor era insoportable. Se alejaron. Frin levantó la vista y vio el campo que estaba pegado al cementerio. En ese momento el avión de fumigar hacía una pasada. Nada, hasta ahora, les había recordado el mundo exterior, y les chocó el contraste entre esta realidad congelada, y el mundo de afuera, donde todo seguía igual. El mundo donde ese señor estaba cosechando, donde ladraban los perros, donde otros iban al banco, a la escuela, donde picaban los mosquitos. Ellos todavía estaban en el que no sucedía nada de eso. Un mundo aparte.
Regresaron hacia el lugar de la cruz grande. Quitaron algunas ramas y se sentaron uno al lado del otro. Después de un largo silencio, mientras seguía mirando el suelo, Alma le preguntó:
—¿Te puedo decir algo?
—¿Lo que te contó tu abuela? (Frin tomó una ramita).
—No... me tenés que prometer que no se lo vas a contar a nadie. —Está bien.
—... que va a ser nuestro secreto.
—Ya entendí, dale.
—... (silencio mirando el suelo).
—... ¿y?
—Me gusta Arno.
—... (Alma lo miró).
—... (Frin seguía jugando con su ramita). —... ¿te enojaste?
—No... no, ¿por qué?
—¿Por qué pusiste esa cara?
—No puse ninguna cara.
—Te quedaste serio, Frin; no te hagas...
—Te digo que no.
Volvieron a quedarse callados. Frin hizo algún comentario sobre la escuela, tratando de disimular su desconcierto. Al poco rato ya no quedaba nada de la magia anterior. Se levantaron y regresaron. Frin no ofreció la mano a Alma, ni ella la buscó. Separó los alambres, pasó ella. Pasó él. Se subieron a las bicicletas y tomaron el camino que los devolvía al pueblo. Pedaleando callados. Se oía el ruido de las ruedas en la tierra. Sus respiraciones. El ruido de la cadena de la bicicleta de Frin, cuic cuic. Alma gustaba de otro. Tan sencillo y tan corto como eso. Pero tan largo, o tan imposible también.

FrinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora