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Frin venía pensando que cuando Alma le hablaba era como si sus ojos preguntaran
algo. Entró seguro de que la iba a encontrar con Arno. Sin embargo, estaba solo, sentado en el borde del pasillo que separaba el patio de los salones de clase.
¿Qué tenía de especial? ¿Por qué Alma gusta de este idiota? Se imaginó que un grupo de científicos ponían a Arno encima de una mesa del hospital donde trabajaba el papá, y le sacaban las tripas investigando qué tenía de especial.
—¡Mirá, Frin, qué hermosas tripas!
—¿Será por eso, doctor?
No parecía tener nada especial. Era pelirrojo, sí; pero no debía ser por eso; ni por la altura; no era más alto que Frin, ni más inteligente. ¿Qué era, entonces?, se preguntaba cuando vio entrar a Alma.
—... (ahora va a ir con él).
  Pero Alma pasó enfrente sin mirarlo. Qué raro. Y Arno tampoco se había fijado en ella. Tal vez era un secreto entre ellos dos, o tal vez Alma gustara de él, pero Arno no lo sabía. ¿Qué se supone que debía hacer Frin en ese caso? ¿Avisarle a Arno?
Qué tonto soy, ¿cómo voy a decirle eso? En todo el tiempo que siguió observándolo no notó ni una sola vez que Arno mirara hacia el grupo en el que estaba Alma.
Ese sí que sabe guardar un secreto, pensó. Si Alma gustara de mí yo me la pasaría al lado suyo. No disimularía. Entonces se le ocurrió que tal vez fuera precisamente eso. Arno era muy callado, no buscaba hacerse amigo de nadie, como él; ni hacía chistes. ¿Será que Alma no gusta de mí porque hago chistes? Debo ser más serio, pensaba Frin, nunca me aguanto si puedo hacer un chiste y así quedo como un payaso. ¡Qué chica va a querer estar con un payaso!
Seguía viendo a Arno, que apoyaba su cara en una mano, distraído. Luego abría su mochila y sacaba lo que traía. Cuadernos, lápices, todo lo ponía a un costado y seguía buscando. Frin sintió el impulso de acercarse y ayudarlo a encontrar lo que fuera que se le hubiera perdido. Se contuvo por vergüenza, pero lo que en realidad sentía era que quería estar cerca de Arno. ¿Cómo había logrado que Alma gustara de él? Peor aún, quería que Arno fuera su amigo, ser como él.
*
Lynko se sentó a su lado, cruzando su brazo por la espalda.
—¿Nunca te vas a quitar ese buzo verde? (Frin).
—Vos me dijiste que me lo siguiera poniendo (Lynko).
—Me vas a desprender la retina.
—Che, el domingo, ¿vamos a andar en bicicleta?, ¿un picnic?
—Bueno.
—¿Qué estás mirando?
—Nada... Lynko, ¿por qué será que alguien gusta de otra persona?
—Nada, gusta y punto.
—... no, algo debe haber.
—Si querés le podemos preguntar a Arno ¿Che, qué tenés que Alma gusta de vos?
—No seas tonto, es en serio... (lo empujó).
  En el recreo largo de mitad de la mañana, Frin se acercó a Lynko.
—Ni se hablan, ni se miran, ¿cómo puede ser?
—¿Todavía estás con eso? Le vas a hacer un agujero en la nuca de tanto mirarlo.
—¿No es raro?
—No, porque ella te dijo que gustaba, no que eran novios (y siguió jugando a la pelota con un bollo de papel). Che, el domingo llevamos hamburguesas, ¿no?
Frin sintió que se hundía. Maldita claridad de Lynko, tenía razón. Podían no ser novios en toda la vida y de todas maneras Alma gustar de él.
En la clase de matemáticas estuvo pensando. ¿Realmente se puede querer a alguien para toda la vida? Tal vez cuando Alma vea que él no gusta de ella, deje de quererlo. Pero eso no quiere decir que va a empezar a gustar de mí. Yo tendría que hacer algo.
Oyó que la maestra lo llamaba al pizarrón.
—A ver, Frin, mirá, vamos a hacer este problema juntos.
—(Alma gusta de él aunque él no haya hecho nada)... sí.
—(la maestra terminó de anotarlo) ¿lo entendés?
—(¿Y si yo le dijera a ella que me gusta?)...
—... Frin, ¿estás prestando atención?
—... ¿eh? Sí (sería un tarado porque ella ya me dijo de quién gusta).
—Frin, si no sabes hacerlo volvé a tu lugar (se oyeron algunas risas en el salón).
—No, sí lo sé.
Comenzó a resolverlo mientras seguía pensando, ¿Entonces qué?, ¿tengo que buscar a alguien que guste de mí?
—Vas bien, Frin, no te olvides el cuatro.
—... (¿alguien que guste de mí aunque yo no guste de ella?)...
—No, al revés, despejá éste...
—... (lo mejor sería que gustara de mí alguien que me guste mucho).
  —Muy bien, ¿y ahora por dónde seguís? —... (a mí me gusta Alma).
—Perfecto, Frin, regresa a tu lugar.
Pero se acercó donde Arno y le preguntó: —¿Encontraste lo que se te había perdido? —¿¿Qué??
—¡Frin! A tu lugar dije, no a conversar (la maestra).
—Si encontraste lo que estabas buscando hoy.
—... (Arno puso cara de ni saber de qué le estaba hablando).
Fue hasta su lugar. Alma tenía la vista clavada en su cuaderno. Frin se sentó. No entendía nada de nada. Ojalá todo esto fuera como resolver una operación en el pizarrón: si yo gusto de Alma y Alma gusta de Arno y Arno quién sabe sobre equis. Un papelito le pegó en la cara. Se lo había tirado Lynko que se reía de él, le hacía señas de que estaba loco y ponía los ojos bizcos. Frin le señaló el buzo verde y movió la boca diciendo: Apaga tu maldito buzo verde. Lynko volvió a hacerle señas de que estaba
loco. Sacaba la lengua, ponía los ojos bizcos y cruzaba las manos, sin ver que la maestra se había parado detrás suyo.
—¡Lynko! ¡¿Se puede saber por qué estás haciendo el payaso?!
Lynko casi pegó un salto del susto, y se sentó duro y derecho. Toda la clase dio una carcajada y Frin se agarraba la panza de la risa.

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