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A Frin le molestaba que sus papás se pasaran el día mirando televisión. La mamá
trabajaba en una fábrica de mallas para mujeres y hombres; también tejía por encargo. El papá era empleado administrativo en un hospital. Durante ese tiempo no había ningún televisor enfrente, radios sí. Sus dos trabajos quedaban a cuadras de la casa, eso les permitía almorzar juntos y que no fuera tarde cuando llegaban. Pero antes de decirse hola, la voz del televisor era la primera que se oía en la casa cuando entraban.
No recordaba una sola conversación con sus papás sin que la televisión estuviera encendida, hablando al mismo tiempo que todos. No hubo palabra, ni silencio, que no tuvieran una telenovela o un programa de concursos de fondo.
La casa de Lynko era muy distinta. El papá viajaba demasiado; pero era el tipo más divertido del mundo. Para empezar, su casa era mucho más grande que la de Frin; que era más o menos del tamaño de donde en ésta guardaban los paraguas.
  Había como cuatro habitaciones para cada cosa. Una para lavar y planchar; una para la señora que trabajaba en la casa; un comedor diario; una sala para recibir a visitas importantes. Recordó la sala de su casa, y las visitas que iban ahí. Jamás las dejarían entrar acá, pensó; ensuciarían la alfombra, o se robarían un cenicero.
La cocina era ocho veces el tamaño del dormitorio de Frin. Había un cuarto de juegos; un estudio para el padre; uno para la madre; un garaje para la cortadora de césped. Frin pensó en la mesa de su casa. Ahí comían; dejaban las boletas de los impuestos; él hacía la tarea; y jugaban a las cartas. Y a veces todo eso al mismo tiempo.
El cuarto de Lynko, amplio, lleno de colores; el cuarto de sus papás, que tenía un baño adentro, o sea que los papás podían ir al baño sin salir al pasillo. Frin se acordó de que en su casa el único baño quedaba cerca de los dos únicos cuartos y siempre se oía cuando alguien lo usaba. Se oía y se olía.
Además había un cuarto para las visitas y hasta otro para el televisor. Frin no lo podía creer; la televisión estaba en un cuarto aparte. Lo más increíble es que no la usaban mucho, y que Lynko la veía acostado a lo largo del sillón, apoyando su cabeza en las piernas de su papá.
Las primeras veces que Frin entró a esa casa se hizo una idea muy clara, la familia de Lynko tenía mucho, mucho, dinero. Cierta vez se lo dijo. Estaban abriendo la heladera para buscar jugo de naranja.
—Che, ¿cómo hicieron tus papás para tener tanto dinero?
—... yo creo que no.
—¿¿...?? ¿Que no?
—Bueno... no sé... si tuvieran mucho dinero mi papá no tendría que trabajar y viajar tanto y estaría todo el día en casa, ¿no?
Frin no supo qué responderle; lo único que se le ocurría era decirle: Lynko en tu casa hay jugo de naranja en la heladera; pero ni abrió la boca porque era un argumento muy estúpido. Aunque muy cierto, porque en su casa no había. Se llenó su vaso dos veces. Y cuando él mismo sentía que había hecho mal, Lynko le preguntó si no quería más. Frin dijo que sí, aunque ya tenía la panza llena. Se dio cuenta de que en todo ese tiempo que habían estado hablando, la puerta de la heladera había estado abierta. Lynko podía dejar la puerta de la heladera abierta un minuto, diez minutos, media hora, con la misma tranquilidad. No se caía el cielo, no se partían las paredes. No pasaba nada. Nada de nada.
En casa de Frin, si alguien se olvidaba la puerta de la heladera abierta, el papá se enojaba y daba un grito, o la mamá. Se armaban verdaderas peleas en las que se echaban la culpa uno al otro sobre quién había dejado la puerta abierta. Una vez, en
medio de una comida, se pelearon y se dijeron cosas tan fuertes, que su papá dio un portazo y se fue a la calle, su mamá se levantó y fue a encerrarse en el cuarto con los ojos llorosos. Frin se quedó solo, sentado a la mesa, con sus codos apoyados en el mantel de plástico azul con flores pintadas. Y, aun cuando le había quedado toda la comida para él, casi no probó bocado. Miró cómo salía el vapor de la cacerola apoyada en un repasador para que no quemara al plástico. Revolvió un poco la comida de su plato con el tenedor. Recorrió el mantel con la vista, notando que en muchos lugares la pintura de las flores estaba un poco corrida. No coincidía bien. Prestó atención a si oía llorar a su mamá en el cuarto, pero no se oía nada, sólo las voces del programa de televisión. Y todo había empezado porque alguien había dejado la puerta de la heladera abierta.
  *
Frin nunca invitaba a su casa a Lynko. Tu casa es más grande para jugar, le decía siempre. No quería que pisara su casa, ni conociera a sus papás.
Por eso le molestó tanto esa mañana en la que fueron a la panadería y se encontraron con Lynko y su papá. Lynko estaba de su mano y dio un grito.
—¡Papá, él es Frin!
El papá estaba vestido con jeans nuevos y una camisa azul a cuadros. Se dio vuelta sonriente y se acercó a ellos, abandonando su lugar en la fila.
—Hola, Frin, mucho gusto.
Saludó a su papá también muy amablemente y, mientras le acariciaba la cabeza, le decía:
—Estoy muy contento de que Frin sea amigo de Lynko... no hace otra cosa que hablarme de él.
Frin oyó que su papá decía que sí, que era un buen muchachón y que estaban orgullosos; sin embargo, él sólo deseaba que se callara la boca e irse cuanto antes. Pero no había cómo zafar de la situación. No podían irse sin haber comprado nada.
Fueron avanzando lugares en la fila mientras Lynko le hablaba, aunque él sólo hacía que lo atendía, y sonreía de vez en cuando. En realidad estaba oyendo que su papá le preguntaba en qué trabajaba al papá de Lynko, que le contaba de la empresa y que eran demasiados viajes. Y sufría porque el papá de Lynko preguntaría lo mismo. Lo hizo y oyó perfecto cuando dijo... de esclavo en el hospital. Frin se enojó muchísimo porque sonaba como si le hubiera pedido trabajo.
Cuando el padre de Lynko dijo: Bueno, tenemos que visitarnos un día de éstos, Frin tomó el paquete apurado y dijo:
—Vamos, ya está.
—Sí, Frin, espera a que ellos compren, ¿no?
  —¡Ya está, papá, vamos! (repitió enojado). —¿¡Qué te pasa a vos!?
Frin no pudo evitar que volvieran a saludarse y a decirse de nuevo que había que visitarse. Cuando quedaron solos, caminando rumbo a la casa, el papá lo retó por haberse mostrado tan mal educado. Frin caminaba serio, con los ojos llenos de rabia.
Su papá le contó a su mamá que habían conocido al papá de Lynko, que parecía un
tipo muy amable, y que él se había portado pésimo. Frin se fue a su cuarto, cerró la puerta, sacó su artículo de la maratón y se lo puso a leer. Y aun así se oían las voces del televisor.

FrinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora