Maurice Barrès, recibió una buena azotaina. Éramos tres soldados y uno de nosotros tenía un agujero en medio de la cara. Maurice Barrès se acercó y nos dijo: “¡Está bien!” y entregó a cada uno un ramillete de violetas. “No sé dónde meterlo”, dijo el soldado de la cabeza agujereada. Entonces Maurice Barrès dijo: “Debe ponérselo en medio del agujero que tiene usted en la cabeza”. El soldado respondió: “Voy a metértelo en el culo”. Y pescamos a Maurice Barrès y le quitamos los pantalones. Debajo del calzoncillo llevaba una vestidura roja de cardenal. Levantamos la vestidura y Maurice Barrès se puso a gritar: “Atención, tengo pantalones con trabillas”. Pero lo azotamos hasta hacerle sangre y en el trasero le dibujamos, con los pétalos de las violetas, la cabeza de Déroulède.
Recuerdo mis sueños con mucha frecuencia después de un tiempo. Además, he de moverme mucho mientras duermo, porque a la mañana encuentro toda la ropa en el suelo. Hoy es martes de carnaval, pero en Bouville esto no significa gran cosa; apenas hay en toda la ciudad unas cien personas para disfrazarse. Cuando bajaba la escalera me llamó la patrona: —Hay una carta para usted.
Una carta: la última que recibí era del director de la biblioteca de Rouen, del mes de mayo último. La patrona me lleva a su escritorio; me entrega un largo sobre amarillento e hinchado: carta de Anny. Hacía cinco años que no tenía noticias suyas. La carta ha ido a buscarme a mi antiguo domicilio de París; lleva sello del primero de febrero.
Salgo con el sobre entre los dedos; no me atrevo a abrirlo; Anny no ha cambiado el papel de cartas; me pregunto si siempre lo comprará en la pequeña librería de Piccadilly. Pienso si habrá conservado también su peinado, aquel pesado cabello rubio que no quería cortarse. Ha de luchar pacientemente delante del espejo para salvar su rostro; no por coquetería ni por miedo a envejecer; quiere quedarse como es, exactamente como es. Acaso fuera lo que yo prefería en ella: esa fidelidad poderosa y severa al menor rasgo de su imagen.
Las letras firmes de la dirección, trazadas con tinta violeta (tampoco ha cambiado de tinta), todavía brillan un poco.
“Señor Antoine Roquentin”
Cómo me gusta leer mi nombre en estos sobres. Entre brumas he encontrado una de sus sonrisas, he adivinado sus ojos, su cabeza inclinada; cuando estaba sentado, venía a plantarse sonriendo delante de mí. Me dominaba con todo el busto, me tomaba de los hombros y me sacudía con los brazos extendidos.
El sobre es pesado, debe de contener por lo menos seis hojas. Las patas de mosca de mi antigua portera cruzan la hermosa letra:
“Hotel Printania - Bouville”
Estas letritas no brillan. Cuando abro el sobre, mi desilusión me rejuvenece seis años: “No sé cómo se las arregla Anny para hinchar así los sobres; nunca hay nada dentro”.
Esta frase la dije cien veces en la primavera de 1924, luchando, como hoy, para extraer del forro un pedazo de papel cuadriculado. El forro es esplendoroso: verde oscuro con estrellas de oro; parece una tela pesada y tiesa. El forro solo constituye las tres cuartas partes del peso del sobre. Anny ha escrito con lápiz:
“Pasaré por París dentro de unos días. Ven a verme al hotel d’Espagne el 20de febrero. ¡Te lo ruego! (agregó “te lo ruego” encima de la línea, y lo unió al “verme” con una curiosa espiral). Tengo que verte. Anny”.
En Meknes, en Tánger, a veces, cuando volvía a la noche, encontraba un billete sobre la cama: “Quiero verte en seguida”. Corría, Anny me abría con las cejas levantadas y expresión de asombro: ya no tenía nada que decirme; me reprochaba un poco que hubiera ido. Iré; tal vez se niegue a recibirme. O bien me dirán en el mostrador del hotel: “Nadie con ese nombre ha parado aquí”. No creo que lo haga. Sólo que, dentro de ocho días puede escribirme que ha cambiado de opinión y que será para otra vez.
Las gentes están en su trabajo. Se anuncia un martes de carnaval bien chato. La calle des Mutiles huele fuertemente a madera húmeda, como siempre que va a llover. No me gustan estos días raros; los cines dan matinées, los niños de las escuelas tienen vacaciones; hay en las calles un vago airecito de fiesta que solicita incesantemente la atención y se desvanece no bien uno repara en él.
Sin duda veré de nuevo a Anny, pero no puedo decir que esta idea me haga precisamente feliz. Desde que recibí su carta, me siento desocupado. Por suerte es mediodía; no tengo hambre, pero comeré para pasar el rato. Entro en el restaurante Camille, en la calle des Horlogers.
Es un local bien cerrado; sirven chucrut o cazuela toda la noche. El público viene a cenar a la salida del teatro; los agentes de policía mandan a los viajeros que llegan de noche con hambre. Ocho mesas de mármol. Una banqueta de cuero corre pegada a las paredes. Dos espejos comidos por manchas rojizas. Los vidrios de las dos ventanas y de la puerta son esmerilados. El mostrador está en el fondo. También hay un cuarto al costado. Pero nunca entré; es para las parejas. —Deme una tortilla de jamón.
La criada, una mujer enorme de mejillas rojas, no puede evitar la risa cuando habla con un hombre.
—No tengo permiso. ¿Quiere usted una tortilla de papas? El jamón está guardado; sólo el patrón puede cortarlo.
Pido una cazuela. El patrón se llama Camille y es un matón.
La criada se va. Estoy solo en este viejo recinto sombrío. En mi valija hay una carta de Anny. Una falsa vergüenza me impide releerla. Trato de recordar las frases una por una.
“Mi querido Antoine”
Sonrío; no, claro que no, Anny no ha escrito “mi querido Antoine”.
Hace seis años —acabábamos de separarnos de común acuerdo—, decidí marcharme a Tokio. Le escribí unas palabras. Ya no podía llamarla “amor mío”; comencé con toda inocencia: “mi querida Anny”
“Admiro tu soltura —me respondió—; nunca he sido ni soy tu querida Anny. Y te ruego que creas que no eres mi querido Antoine. Si no sabes cómo llamarme, no me llames; será preferible”
Saco la carta de la valija. No ha escrito “mi querido Antoine”. Al pie de la carta tampoco hay fórmula de cortesía. “Tengo que verte. Anny”. Nada que pueda darme seguridad. No puedo quejarme: reconozco en esto su amor a lo perfecto. Ella siempre quería realizar “momentos perfectos”. Si el instante no se prestaba, todo le era indiferente; la vida desaparecía de sus ojos, se arrastraba perezosa como una muchacha en la edad ingrata. O si no me buscaba pendencia:
—Te suenas como un burgués, solemnemente, y toses en el pañuelo con satisfacción.
Era preferible no responder, había que esperar; de improviso, a alguna señal imperceptible para mí, se sobresaltaba, endurecía sus hermosas facciones lánguidas y comenzaba su trabajo de hormiga. Tenía una magia imperiosa y encantadora; canturreaba entre dientes, mirando a todos lados, luego se erguía sonriente, venía a sacudirme por los hombros, y durante unos instantes parecía dar órdenes a los objetos que la rodeaban. Me explicaba, en voz baja y rápida, lo que esperaba de mí:
—Escucha, tú quieres hacer un esfuerzo, ¿verdad? Has estado tan tonto la última vez. ¿Ves cómo podría ser bello este momento? Mira el cielo, mira el color del sol en la alfombra. Justamente me puse el vestido verde y no me pinté, estoy pálida. Retrocede, ve a sentarte a la sombra; ¿comprendes lo que tienes que hacer? ¡Buenos, vamos a ver! ¡Qué tonto eres! Háblame.
Yo sentía que el éxito de la empresa estaba en mis manos; el instante tenía un sentido oscuro que era preciso afinar y perfeccionar: había que hacer ciertos gestos, decir ciertas palabras; abrumado por el peso de mi responsabilidad, desencajaba los ojos y no veía nada; me debatía en medio de los ritos que Anny inventaba en el momento, y los desgarraba con mis grandes brazos como telas de araña. En esos momentos ella me odiaba.
Claro que iré a verla. La estimo y la quiero aún con toda el alma. Deseo que otro haya tenido más suerte y habilidad en el juego de los momentos perfectos.
—Tu endemoniado pelo lo echa todo a perder —decía—. ¿Qué quieres hacer con un pelirrojo?
Sonreía. Primero perdí el recuerdo de sus ojos, luego el de su largo cuerpo. Retuve lo más que pude su sonrisa, y hace tres años también la perdí. Hace un rato, bruscamente, cuando recibí la carta de manos de la patrona, volvió: creí ver a Anny sonriendo. Aún trato de recordarla; necesito sentir toda la ternura que Anny me inspira; esa ternura está ahí, muy cerca; lo único que pide es nacer. Pero la sonrisa no vuelve: se acabó. Permanezco vacío y seco. Entra un hombre friolento. —Señoras, señores, buenas tardes. Se sienta sin quitarse el sobretodo verdoso. Frota las manos una contra otra, entrecruzando los dedos. —¿Qué le sirvo?
El hombre se sobresalta, mira inquieto. —¿Eh? Un byrrh con agua.
La criada no se mueve. En el espejo, su rostro parece dormido. En realidad, sus ojos están abiertos, pero son rendijas. Ella es así; no se apresura a servir a los clientes; siempre se demora un rato soñando con las órdenes recibidas. Ha de proporcionarle un pequeño placer imaginativo; creo que piensa en la botella que tomará del mostrador, de rótulo blanco con letras rojas, en el espeso jarabe negro que servirá: es en cierto modo como si ella bebiera.
Deslizo la carta de Anny en la valija; me ha dado lo que podía; no consigo remontarme a la mujer que la ha tenido en sus manos, que la ha doblado e introducido en el sobre ¿Es siquiera posible pensar en alguien metido en el pasado? Mientras nos amamos, no permitimos que el más ínfimo de nuestros instantes, el más leve de nuestros pesares se desprendiera de nosotros y quedara rezagado. Nos lo llevábamos todo, y todo permanecía vivo: los sonidos, los olores, los matices del día, los mismos pensamientos que no nos habíamos dicho; no cesábamos de gozarlos y padecerlos en el presente. Ni un recuerdo; un amor implacable y tórrido, sin sombras, sin perspectiva, sin refugio. Tres años presentes a la vez. Por eso nos separamos: no teníamos fuerzas para soportar la carga. Y cuando Anny me dejó, los tres años se derrumbaron en el pasado, de un solo golpe, de una sola pieza. Ni siquiera sufrí; me sentía vacío. Después el tiempo reanudó su curso y el vacío se agrandó. Y en Saigón, cuando decidí regresar a Francia, todo lo que aún restaba —rostros extraños, lugares, muelles a la orilla de largos ríos—, todo se aniquiló. Y ahora mi pasado es un enorme agujero. Mi presente: esa criada de blusa negra que sueña junto al mostrador, y ese hombrecito. Me parece haber aprendido en los libros todo lo que sé de mi vida. El palacio de Benarés, la terraza del Rey Leproso, los templos de Java con sus grandes escaleras derruidas, se han reflejado un instante en mis ojos, pero quedaron allá, sin moverse. El tranvía que pasa delante del hotel Printania, no se lleva, de noche, en los vidrios, el reflejo del cartel de neón; se inflama un instante y se aleja con los cristales negros.
Ese hombre no deja de mirarme; me fastidia. Se da demasiada importancia para su talla. Por fin la criada decide servirlo. Levanta perezosamente el gran brazo negro, alcanza la botella y la lleva junto con un vaso. —Aquí está, señor.
—Señor Achille —dice él con urbanidad.
La criada sirve sin responder; de pronto el hombre se saca el dedo de la nariz y apoya las dos manos abiertas en la mesa. Ha echado la cabeza hacia atrás y le brillan los ojos. Dice, con voz fría: —Pobre mujer.
La criada se sobresalta y yo también me sobresalto; la expresión del hombre es indefinible, de asombro tal vez, como si fuera otro el que acaba de hablar. Los tres estamos incómodos.
La gorda criada es la primera en recobrarse; le falta imaginación. Mira de arriba abajo al señor Achille con dignidad; sabe que le bastaría una sola mano para arrancarlo del asiento y arrojarlo afuera.
—¿Y por qué voy a ser una pobre mujer? Él vacila. La mira desconcertado y ríe. Su rostro se pliega en mil arrugas; hace movimientos ligeros con el puño:
—Le ha molestado. Uno dice pobre mujer, sin intención. Pero ella le vuelve la espalda y se mete detrás del mostrador: está realmente ofendida. El hombre ríe todavía:
—¡Ja, ja! Se me escapó. ¿Está enojada? Está enojada —dice, dirigiéndose vagamente a mí.
Desvío la cabeza. Él levanta un poco el vaso, pero no piensa en beber; entrecierra los ojos con aire sorprendido e intimidado; se diría que trata de recordar algo. La criada se ha sentado en la caja; toma una costura. Todo ha vuelto al silencio; pero ya no es el mismo silencio. Ha empezado a llover; las gotas golpean ligeramente los vidrios esmerilados; si todavía quedan niños disfrazados en las calles, se les ablandarán y embadurnarán las máscaras de cartón.
La criada enciende las lámparas; apenas son las dos, pero el cielo está negro, ya no ve bastante para coser. Luz suave; las gentes están en sus casas, también habrán encendido la luz. Leen, miran el cielo por la ventana. Para ellos... es otra cosa. Han envejecido de otra manera. Viven en medio de legados, de regalos, y cada uno de los muebles es un recuerdo. Relojitos, medallas, retratos, caracoles, pisapapeles, biombos, chales. Tienen armarios llenos de botellas, telas, trajes viejos, periódicos; lo han guardado todo. El pasado es un lujo de propietario.
¿Dónde había de conservar yo el mío? Nadie se mete el pasado en el bolsillo; hay que tener una casa para acomodarlo. Mi cuerpo es lo único que poseo; un hombre solo, con su cuerpo, no puede detener los recuerdos; le pasan a través. No debería quejarme: sólo quise ser libre.
El hombrecito se agita y suspira. Se ha apelotonado en su abrigo, pero de vez en cuando se endereza y adopta un aire altanero. Él tampoco tiene pasado. Buscando bien, sin duda encontraríamos en casa de primos que ya no lo visitan una fotografía suya en una fiesta, con un cuello roto, una camisa de plastrón y un bigote duro de muchacho. De mí creo que ni siquiera queda eso.
Todavía me mira. Esta vez me hablará; me siento rígido. No es simpatía lo que hay entre nosotros; somos parecidos, eso es todo. Está solo como yo, pero más hundido que yo en la soledad. Ha de esperar su Náusea o algo por el estilo. Entonces, ahora hay gente que me reconoce y piensa, después de mirarme: “Ése es de los nuestros”. Bueno... ¿Qué quiere? Debe de saber bien que nada podemos el uno por el otro. Las familias están en sus casas, en medio de sus recuerdos. Y aquí nosotros, dos restos sin memoria. Si se levantara de golpe, si me dirigiera la
palabra, yo daría un salto.
La puerta se abre con estrépito: es el doctor Rogé. —Buenas tardes a todo el mundo.
Entra, hosco y receloso, vacilando un poco sobre sus largas piernas, que apenas soportan su torso. Lo veo a menudo los domingos en la cervecería Vézelise, pero él no me conoce. Tiene la estructura de los antiguos monitores de Joinville: brazos como muslos, ciento diez de contorno de pecho y, sin embargo, no se mantiene en pie. —Jeanne, nena. Corretea hasta la percha para colgar el gran sombrero de fieltro. La criada ha doblado su costura y va sin prisa, durmiendo, a extraer al doctor de su impermeable.
—¿Qué toma usted, doctor?
Él mira gravemente. Eso es lo que yo llamo una hermosa cabeza de hombre. Gastada, agrietada por la vida y las pasiones. Pero el doctor ha comprendido la vida, ha dominado sus pasiones.
—No sé qué es lo que quiero —dice con voz profunda.
Se ha dejado caer en la banqueta que está frente a mí; se enjuga la frente. No bien deja de estar sobre sus piernas, se siente cómodo. Sus ojos, grandes ojos negros e imperiosos, intimidan.
—Será... será... será, será un viejo calvados, hija mía.
Sin hacer un movimiento, la criada contempla la enorme cara surcada. Está pensativa. El hombrecito ha levantado la cabeza con una sonrisa de liberación, Y es cierto: este coloso nos ha liberado. Había aquí algo horrible a punto de atraparnos. Respiro con fuerza; ahora estamos entre hombres. —Bueno, ¿viene o no ese calvados?
La criada se sobresalta y echa a andar. El doctor extiende sus brazos gordos, rodea la mesa. M. Achille está muy contento; quisiera llamar la atención del doctor. Pero es inútil que balancee las piernas y salte en la banqueta: es tan menudo que no hace ruido.
La criada trae el calvados. Con un cabeceo señala al doctor su vecino. El doctor Rogé hace girar el busto con lentitud: no puede mover el cuello.
—Ah, ¿eres tú, vieja porquería? —grita—. ¿Todavía no te has muerto? Se dirige a la criada:
—¿Y ustedes admiten eso?
Mira al hombrecito con sus ojos feroces. Una mirada directa, que pone las cosas en su sitio. Explica:
—Es un viejo tocado, nada más.
Ni siquiera se toma el trabajo de demostrar que bromea. Sabe que el viejo tocado no se enfadará, que va a sonreír. Y así es: el otro sonríe con humildad. Un viejo tocado: se afloja, se siente protegido contra sí mismo; hoy no le sucederá nada. Lo mejor es que yo también me tranquilizo. Un viejo tocado: entonces era eso, nada más que eso.
El doctor ríe, me lanza una ojeada insinuante y cómplice: seguramente a causa de mi talla —y además tengo la camisa limpia— quiere asociarme a su broma.
No me río, no respondo a sus avances; entonces, sin dejar de reír, prueba conmigo el fuego terrible de sus pupilas. Nos miramos en silencio durante unos segundos; mira de arriba abajo haciéndose el miope, me clasifica. ¿En la categoría de los tocados? ¿En la de los granujas?
Con todo, es él quien aparta la cabeza; no vale la pena mentar esta gallinería frente a un tipo solo, sin importancia social; se olvida en seguida. Enrolla un cigarrillo y lo enciende; después permanece inmóvil con los ojos fijos y duros, como los viejos.
Hermosas arrugas; las tiene todas: las barras transversales de la frente, las patas de gallo, los pliegues amargos a cada lado de la boca, sin contar las cuerdas amarillas que le cuelgan debajo del mentón. Es un hombre de suerte; aunque uno lo vea de lejos, piensa que ha de haber sufrido, y que es una persona que ha vivido. Además, se merece su cara, porque no ha errado ni un instante la manera de retener y utilizar el pasado; simplemente, lo ha conservado, lo ha convertido en experiencia para uso de mujeres y jóvenes.
M. Achille es feliz como no lo era seguramente desde hacía mucho tiempo. Abre la boca admirado; bebe el byrrh a traguitos, inflando las mejillas. ¡Bueno! ¡El doctor ha sabido pescarlo! No iba a ser el doctor quien se dejara fascinar por un viejo tocado a punto de sufrir una crisis; un buen insulto, unas palabras bruscas como latigazos, eso es lo que le hacía falta. El doctor tiene experiencia; los médicos, los sacerdotes, los magistrados y los oficiales conocen a los hombres como si los hubieran hecho.
Me avergüenzo por M. Achille. Somos de la misma pandilla; deberíamos formar un bloque contra ellos. Pero me falló, se ha pasado al otro bando; cree honestamente en la Experiencia. No en la suya ni en la mía. En la del doctor Rogé. Hace un instante, M. Achille se sentía raro, tenía la impresión de estar completamente solo; ahora sabe que hay otros de su clase, muchos otros; el doctor Rogé los ha conocido, podría contar a M. Achille la historia de cada uno y decirle cómo terminaron. M. Achille es simplemente un caso posible de reducir con facilidad a unas cuantas nociones comunes.
Cómo me gustaría decirle que lo engañan, que está haciendo el juego a los importantes. ¿Profesionales de la experiencia? Han arrastrado su vida en el embotamiento y la soñera, se han casado precipitadamente, por impaciencia, y han tenido hijos al azar. Han visto a los demás hombres en los cafés, en las bodas, en los entierros. De vez en cuando, presos en un remolino, se han debatido sin comprender que les sucedía. Todo lo que pasaba a su alrededor empezó y concluyó fuera de su vista; largas formas oscuras, acontecimientos que
venían de lejos los rozaron rápidamente, y cuando quisieron mirar, todo había terminado ya. Y a los cuarenta años bautizan sus pequeñas obstinaciones y algunos proverbios con el nombre de experiencia; comienzan a actuar como distribuidores automáticos: dos céntimos en la hendidura de la izquierda y salen anécdotas envueltas en papel plateado; dos céntimos en la hendidura de la derecha y se obtienen preciosos consejos que se pegan a los dientes como caramelos blandos. También yo, en este sentido, podría conseguir que la gente me invitara, y dirían que soy un gran viajero de lo Eterno. Sí: los musulmanes orinan agachados; las comadronas hindúes utilizan vidrio machacado en bosta de vaca a guisa de ergotina; en Borneo, cuando una mujer tiene sus reglas, se pasa tres días y tres noches en el techo de la casa. He visto en Venecia entierros en góndola, en Sevilla las fiestas de Semana Santa; he visto la Pasión en Oberammergau. Naturalmente, todo esto es una flaca muestra de mi saber; podría recostarme en una silla y comenzar divertido:
—¿Conoce usted Jihlava, estimada señora? Es una curiosa y pequeña ciudad de Moravia, donde residí en 1924... Y el presidente del tribunal, que ha visto tantos casos, tomará la palabra al final de mi historia:
—Qué cierto, señor, qué humano es eso. He visto un caso semejante al principio de mi carrera. Fue en 1902. Yo era juez suplente en Limoges...
Sólo que en mi juventud me hartaron con estas cosas. Sin embargo, yo no pertenecía a una familia de profesionales. Pero también hay aficionados. Son los secretarios, los empleados, los comerciantes, los que escuchan a los demás en el café; al acercarse a los cuarenta se sienten henchidos de una experiencia que no pueden verter fuera. Afortunadamente han tenido hijos y los obligan a consumirla. Quisieran hacernos creer que su pasado no está perdido, que sus recuerdos se han condensado y convertido delicadamente en Sabiduría. ¡Cómodo pasado! Pasado de bolsillo, librito dorado lleno de bellas máximas. “Créame, le hablo por experiencia; todo lo que sé me lo ha enseñado la vida.” ¿Se habrá encargado la Vida de pensar por ellos? Explican lo nuevo por lo viejo, y lo viejo lo han explicado por acontecimientos más viejos todavía, como esos historiadores que hacen de Lenin un Robespierre ruso, y de Robespierre un Cromwell francés; al fin de cuentas nunca han comprendido absolutamente nada... Detrás de sus aires de importancia se adivina una pereza tristona; ven desfilar apariencias, bostezan, piensan que no hay nada nuevo bajo el sol. “Un viejo tocado”, y el doctor Rogé pensaba vagamente en otros viejos tocados sin recordar ninguno en particular. Ahora, nada de lo que haga M. Achille puede sorprendernos: ¡Si es un viejo tocado!
No es un viejo tocado: tiene miedo. ¿De qué tiene miedo? Cuando queremos comprender una cosa, nos situamos frente a ella. Solos, sin ayuda; de nada podría servir todo el pasado del mundo. Y después la cosa desaparece y lo que hemos comprendido desaparece con ella.
Las ideas generales son algo más halagador. Y además los profesionales y los mismos aficionados acaban siempre por tener razón. Su sabiduría recomienda hacer el menor ruido posible, vivir lo menos posible, dejarse olvidar. Sus mejores historias son las de imprudentes y originales que han recibido castigo. Bueno, sí; así sucede y nadie dirá lo contrario. Acaso M. Achille no tenga la conciencia muy tranquila. Acaso se diga que no estaría como está si hubiese escuchado los consejos de su padre, de su hermana mayor. El doctor tiene derecho a hablar; no ha frustrado su vida; ha sabido hacerla útil. Domina, tranquilo y poderoso, esa pequeña ruina; es una roca. El doctor Rogé ha bebido el calvados. Su gran cuerpo se apoltrona y sus párpados caen pesadamente. Por primera vez veo su rostro sin ojos: parece una máscara de cartón, como las que se venden hoy en los comercios. Sus mejillas tienen un horrible color rosa... De improviso se me aparece la verdad: este hombre morirá pronto. Seguramente lo sabe; basta con que se haya mirado en un espejo; cada día se asemeja un poco más al cadáver que será. Esto es la experiencia de los hombres; por eso me dije tantas veces que huele a muerte: es su última defensa. El doctor quisiera creerlo, quisiera enmascarar la insostenible realidad; que está solo, sin conocimientos, sin pasado, con una inteligencia que se embota y un cuerpo en descomposición. Por eso ha construido, ha arreglado, ha acolchado bien su pequeño delirio de compensación: se dice que progresa. ¿Hay agujeros en los pensamientos, instantes en que en su cabeza todo gira en el vacío? Es que su juicio ya no tiene la precipitación de la juventud. ¿No comprende lo que lee en los libros? Es que está tan lejos de los libros, en la actualidad. ¿Ya no puede hacer el amor? Pero lo ha hecho. Haberlo hecho es mucho mejor que seguir haciéndolo: la perspectiva permite el juicio, la comparación, la reflexión. Y para poder soportar su vista en los espejos, ese horrible rostro de cadáver trata de creer que en él se han grabado las lecciones de la experiencia.
El doctor vuelve un poco la cabeza. Sus párpados se entreabren, me mira con ojos rosados de sueño. Le sonrío. Quisiera que esta sonrisa le revelara todo lo que intenta ocultarse. Despertaría si pudiera decirse: “¡Ése sabe que voy a reventar!” Pero sus párpados caen de nuevo; se duerme. Me voy; dejo a M. Achille para que vele su sueño. La lluvia ha cesado, el aire es suave, por el cielo ruedan lentamente bellas imágenes negras: es más de lo que se necesita como marco de un momento perfecto; Anny provocaría en nuestros corazones pequeñas y oscuras mareas para reflejar esas imágenes. No sé aprovechar la ocasión; voy sin rumbo, vacío y tranquilo, bajo este cielo desperdiciado.
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La Náusea - Jean Paul Sartre
ClassicsPublicada en 1938, "La naúsea" de Jean-Paul Sartre es, junto con "El extranjero" de Albert Camus, la novela que encarna de forma más emblemática la corriente de pensamiento existencialista fruto de la atroz experiencia de la Primera Guerra Mundial y...