31-Las seis de la tarde.

332 5 2
                                    

No puedo decir que me sienta aligerado ni contento; al contrario, eso me

aplasta. Sólo que alcancé mi objetivo: sé lo que quería saber; he comprendido

todo lo que me sucedió desde el mes de enero. La Náusea no me ha abandonado

y no creo que me abandone tan pronto; pero ya no la soporto, ya no es una

enfermedad ni un acceso pasajero: soy yo.

Bueno, hace un rato estaba yo en el Jardín público. La raíz del castaño se

hundía en la tierra, justo debajo de mi banco. Yo ya no recordaba que era una

raíz. Las palabras se habían desvanecido, y con ellas la significación de las cosas,

sus modos de empleo, las débiles marcas que los hombres han trazado en su

superficie. Estaba sentado, un poco encorvado, baja la cabeza, solo frente a

aquella masa negra y nudosa, enteramente bruta y que me daba miedo. Y

entonces tuve esa iluminación.

Me cortó el aliento. Jamás había presentido, antes de estos últimos días, lo que

quería decir "existir". Era como los demás, como los que se pasean a la orilla del

mar con sus trajes de primavera. Decía como ellos: "el mar es verde", "aquel

punto blanco, allá arriba, es una gaviota", pero no sentía que aquello existía, que

la gaviota era una "gaviota-existente"; de ordinario la existencia se oculta. Está

ahí, alrededor de nosotros, en nosotros, ella es nosotros, no es posible decir dos

palabras sin hablar de ella y, finalmente, queda intocada. Hay que convencerse

de que, cuando creía pensar en ella, no pensaba en nada, tenía la cabeza vacía o

más exactamente una palabra en la cabeza, la palabra "ser" O pensaba... ¿cómo

decirlo? Pensaba la pertenencia, me decía que el mar pertenecía a la clase de los

objetos verdes o que el verde formaba parte de las cualidades del mar. Aun

mirando las cosas, estaba a cien leguas de pensar que existían: se me presentaban

como un decorado. Las tomaba en mis manos, me servían como instrumentos,

preveía sus resistencias. Pero todo esto pasaba en la superficie. Si me hubieran preguntado qué era la existencia, habría respondido de buena fe que no era nada,

exactamente una forma vacía que se agrega a las cosas desde afuera, sin

modificar su naturaleza. Y de golpe estaba allí, clara como el día: la existencia se

descubrió de improviso. Había perdido su apariencia inofensiva de categoría

abstracta; era la materia misma de las cosas, aquella raíz estaba amasada en

existencia. O más bien la raíz, las verjas del jardín, el césped ralo, todo se había

desvanecido; la diversidad de las cosas, su individualidad sólo eran una

apariencia, un barniz. Ese barniz se había fundido, quedaban masas monstruosas

y blandas, en desorden, desnudas, con una desnudez espantosa y obscena.

Me guardé de hacer el menor movimiento, pero no necesitaba moverme para

ver, detrás do los árboles, las columnas azules y el candelabro del quiosco de

La Náusea - Jean Paul Sartre Donde viven las historias. Descúbrelo ahora