37-Miércoles: mi último día en Bouville.

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He recorrido la ciudad entera en busca del Autodidacto. Seguramente no ha

regresado a su casa. Ha de caminar sin rumbo, abrumado de vergüenza y de

horror ese pobre humanista de quien los hombres no quieren saber ya nada. A

decir verdad, no me sorprendí cuando sucedió la cosa, sentía desde hace mucho

tiempo que su cabeza dulce y temerosa llamaba sobre sí el escándalo. Era tan

poco culpable; su humilde amor contemplativo por los muchachos jóvenes es

apenas sensualidad, más bien una forma de humanismo. Pero algún día tenía

que encontrarse solo. Como M. Achille, como yo: es de mi raza, tiene buena

voluntad. Ahora ha entrado en la soledad, y para siempre. Todo se ha

desmoronado de golpe: sus sueños de cultura, sus sueños de armonía con los

hombres. Primero vendrá el miedo, el horror y las noches sin sueño; después de

esto, la larga serie de días de exilio. Irá a vagabundear, de noche, por el patio de

las Hipotecas; mirará de lejos las ventanas resplandecientes de la biblioteca, y se

le oprimirá el corazón cuando recuerde las largas hileras de libros, sus

encuadernaciones en cuero, el olor de sus páginas. Lamento no haberlo

acompañado, pero no quiso; fue él quien me suplicó que lo dejara solo;

comenzaba el aprendizaje de la soledad. Estoy escribiendo esto en el café Mably.

Entré ceremoniosamente; quería contemplar al encargado, a la cajera y sentir con

fuerza que los veía por última vez. Pero no puedo apartar mi pensamiento del

Autodidacto, tengo siempre delante de los ojos su rostro descompuesto, cargado

de reproche y su cuello alto con manchas de sangre. Entonces pedí papel y ahora

voy a contar lo que le sucedió.

Me dirigí a la biblioteca a eso de las dos de la tarde. Pensaba: "La biblioteca.

Entro aquí por última vez".

La sala estaba casi desierta. Me costaba reconocerla porque sabía que no

volvería nunca más. Estaba ligera como vapor, casi irreal, toda rojiza; el sol

poniente teñía de rojo la mesa reservada a las lectoras, la puerta, los lomos de los

libros. Por un segundo tuve la impresión encantadora de penetrar en un bosque

lleno de hojas doradas; sonreí. Pensé: "Cuánto tiempo que no sonrío". El corso

miraba por la ventana, con las manos atrás. ¿Qué veía? ¿El cráneo de Impétraz?

"Yo ya no veré el cráneo de Impétraz, ni su chistera, ni su levita. Dentro de seis

horas, habré salido de Bouville". Dejé en el escritorio del sub-bibliotecario los dos

volúmenes que había pedido el mes pasado. El sub-bibliotecario rompió una

ficha verde y me tendió los pedazos:

—Sírvase, M. Roquentin.

—Gracias.

Pensé: "Ahora, no les debo ya nada. No debo ya nada a nadie de aquí. Dentro

La Náusea - Jean Paul Sartre Donde viven las historias. Descúbrelo ahora