He recorrido la ciudad entera en busca del Autodidacto. Seguramente no ha
regresado a su casa. Ha de caminar sin rumbo, abrumado de vergüenza y de
horror ese pobre humanista de quien los hombres no quieren saber ya nada. A
decir verdad, no me sorprendí cuando sucedió la cosa, sentía desde hace mucho
tiempo que su cabeza dulce y temerosa llamaba sobre sí el escándalo. Era tan
poco culpable; su humilde amor contemplativo por los muchachos jóvenes es
apenas sensualidad, más bien una forma de humanismo. Pero algún día tenía
que encontrarse solo. Como M. Achille, como yo: es de mi raza, tiene buena
voluntad. Ahora ha entrado en la soledad, y para siempre. Todo se ha
desmoronado de golpe: sus sueños de cultura, sus sueños de armonía con los
hombres. Primero vendrá el miedo, el horror y las noches sin sueño; después de
esto, la larga serie de días de exilio. Irá a vagabundear, de noche, por el patio de
las Hipotecas; mirará de lejos las ventanas resplandecientes de la biblioteca, y se
le oprimirá el corazón cuando recuerde las largas hileras de libros, sus
encuadernaciones en cuero, el olor de sus páginas. Lamento no haberlo
acompañado, pero no quiso; fue él quien me suplicó que lo dejara solo;
comenzaba el aprendizaje de la soledad. Estoy escribiendo esto en el café Mably.
Entré ceremoniosamente; quería contemplar al encargado, a la cajera y sentir con
fuerza que los veía por última vez. Pero no puedo apartar mi pensamiento del
Autodidacto, tengo siempre delante de los ojos su rostro descompuesto, cargado
de reproche y su cuello alto con manchas de sangre. Entonces pedí papel y ahora
voy a contar lo que le sucedió.
Me dirigí a la biblioteca a eso de las dos de la tarde. Pensaba: "La biblioteca.
Entro aquí por última vez".
La sala estaba casi desierta. Me costaba reconocerla porque sabía que no
volvería nunca más. Estaba ligera como vapor, casi irreal, toda rojiza; el sol
poniente teñía de rojo la mesa reservada a las lectoras, la puerta, los lomos de los
libros. Por un segundo tuve la impresión encantadora de penetrar en un bosque
lleno de hojas doradas; sonreí. Pensé: "Cuánto tiempo que no sonrío". El corso
miraba por la ventana, con las manos atrás. ¿Qué veía? ¿El cráneo de Impétraz?
"Yo ya no veré el cráneo de Impétraz, ni su chistera, ni su levita. Dentro de seis
horas, habré salido de Bouville". Dejé en el escritorio del sub-bibliotecario los dos
volúmenes que había pedido el mes pasado. El sub-bibliotecario rompió una
ficha verde y me tendió los pedazos:
—Sírvase, M. Roquentin.
—Gracias.
Pensé: "Ahora, no les debo ya nada. No debo ya nada a nadie de aquí. Dentro
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La Náusea - Jean Paul Sartre
ClássicosPublicada en 1938, "La naúsea" de Jean-Paul Sartre es, junto con "El extranjero" de Albert Camus, la novela que encarna de forma más emblemática la corriente de pensamiento existencialista fruto de la atroz experiencia de la Primera Guerra Mundial y...