35-Domingo.

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Esta mañana consulté la guía de ferrocarriles; suponiendo que no me haya

mentido, partirá en el tren de Dieppe a las cinco y treinta y ocho. ¿Pero y si el

tipo la llevara en auto? Vagué toda la mañana por las calles de Menilmontant y a

la tarde por los muelles. Unos pasos, unas paredes me separaban de ella. A las

seis y treinta y ocho nuestra conversación de ayer se convertiría en un recuerdo,

la mujer opulenta cuyos labios habían rozado mi boca, se uniría en el pasado a la

chiquilla delgada de Meknes, de Londres. Pero aún no era pasado, puesto que

todavía estaba allí, todavía era posible volver a verla, convencerla, llevarla

conmigo para siempre. Aún no me sentía solo.

Quise apartar de mi pensamiento a Anny porque, a fuerza de imaginar su

cuerpo y su rostro, había caído en una extremada nerviosidad; me temblaban las

manos y sentía por todo el cuerpo estremecimientos helados. Me puse a hojear

los libros en los escaparates de los revendedores y muy especialmente las

publicaciones obscenas, porque a pesar de todo, entretienen la mente.

Cuando dieron las cinco en el reloj de la estación de Orsay, estaba mirando las

figuras de una obra titulada El doctor del látigo. Eran poco variadas: en la mayor

parte un barbudo alto blandía una fusta sobre monstruosas grupas desnudas.

Cuando me di cuenta de que eran las cinco, arrojé el libro entre los demás y salte

a un taxi que me condujo a la estación Saint-Lazare.

Me paseé unos veinte minutos por el andén y al fin los vi. Ella llevaba un

grueso abrigo de piel que le daba el aire de una dama. Y un velo. El tipo tenía un

abrigo de pelo de camello. Era bronceado, joven aún, muy alto, muy guapo.

Extranjero seguramente, pero no inglés; quizá egipcio. Subieron al tren sin

verme. No se hablaban. Después el tipo se apeó y compró diarios. Anny bajó el

vidrio de su compartimiento; me vio. Me miró largo rato, sin cólera, con ojos

inexpresivos. Después el individuo volvió a subir al vagón y el tren partió. En

ese momento vi claramente el restaurante de Piccadilly donde almorzábamos

en otros tiempos; luego todo desapareció. Caminé. Cuando me sentí fatigado,

entré en este café y me quedé dormido. El mozo acaba de despertarme, y escribí

esto en un semisueño.

Regresaré mañana a Bouville con el tren de mediodía. Me bastará quedarme dos días, para hacer las valijas y arreglar mis asuntos en el banco. Pienso que en

el hotel Printania querrán que les pague una quincena más porque no les avisé.

También tendré que devolver a la biblioteca los libros que he sacado. De todos

nodos estaré de vuelta en París al fin de la semana. ¿Y qué ganaré con el cambio?

Siempre en una ciudad; ésta está cortada por un río, la otra bordeada por el mar;

salvo en esto son parecidas. Se escoge una tierra pelada, estéril; allí se llevan

grandes piedras huecas. En esas piedras hay olores cautivos, olores más pesados

que el aire. A veces los arrojan por las ventanas a las calles y allí se quedan hasta

que los vientos los hayan desgarrado. Cuando el tiempo es despejado, los ruidos

entran por una punta de la ciudad y salen por la otra, después de atravesar todos

los muros; otras veces giran entre esas piedras que cocina el sol, que raja la

helada.

Las ciudades me dan miedo. Pero no hay que salir de ellas. Si uno se aventura

demasiado lejos, encuentra el círculo de la Vegetación. La Vegetación se ha

arrastrado kilómetros enteros en dirección a las ciudades. Aguarda. Cuando la

ciudad esté muerta, la Vegetación la invadirá, trepará por las piedras, las

estrechará, las escudriñará, las hará estallar con sus largas pinzas negras; cegará

los agujeros y dejará colgar por todas partes sus patas verdes. Hay que quedarse

en las ciudades mientras estén vivas, no se debe penetrar solo bajo la gran

cabellera que está a sus puertas; es preciso dejarla ondular y crujir sin testigos.

En las ciudades, si uno sabe arreglarse, escoger las horas en que los animales

digieren o duermen en sus agujeros, detrás de los montones de detritos

orgánicos, sólo se encuentran minerales, los existentes menos horrorosos.

Regresaré a Bouville. La Vegetación sitia a Bouville por tres lados solamente.

En el cuarto hay un gran agujero lleno de un agua negra que se mueve sola. El

viento silba entre las casas. Los olores duran menos que en otras partes;

arrojados al mar por el viento, corren al ras del agua negra como juguetones

copitos de bruma. Llueve. Se ha permitido que las plantas crecieran entre cuatro

verjas. Plantas castradas, domesticadas, inofensivas, tan carnosas son. Tienen

enormes hojas blancuzcas que cuelgan como orejas. Al tacto parecen cartílagos.

Todo es gordo y blanco en Bouville, por toda el agua que cae del cielo. Regresaré

a Bouville. ¡Qué horror!

Me despierto sobresaltado. Es medianoche. Hace seis horas que Anny salió de

París. El barco se ha hecho a la mar. Anny duerme en un camarote, y en el

puente, el tipo guapo, bronceado, fuma cigarrillos.

La Náusea - Jean Paul Sartre Donde viven las historias. Descúbrelo ahora