Esta mañana consulté la guía de ferrocarriles; suponiendo que no me haya
mentido, partirá en el tren de Dieppe a las cinco y treinta y ocho. ¿Pero y si el
tipo la llevara en auto? Vagué toda la mañana por las calles de Menilmontant y a
la tarde por los muelles. Unos pasos, unas paredes me separaban de ella. A las
seis y treinta y ocho nuestra conversación de ayer se convertiría en un recuerdo,
la mujer opulenta cuyos labios habían rozado mi boca, se uniría en el pasado a la
chiquilla delgada de Meknes, de Londres. Pero aún no era pasado, puesto que
todavía estaba allí, todavía era posible volver a verla, convencerla, llevarla
conmigo para siempre. Aún no me sentía solo.
Quise apartar de mi pensamiento a Anny porque, a fuerza de imaginar su
cuerpo y su rostro, había caído en una extremada nerviosidad; me temblaban las
manos y sentía por todo el cuerpo estremecimientos helados. Me puse a hojear
los libros en los escaparates de los revendedores y muy especialmente las
publicaciones obscenas, porque a pesar de todo, entretienen la mente.
Cuando dieron las cinco en el reloj de la estación de Orsay, estaba mirando las
figuras de una obra titulada El doctor del látigo. Eran poco variadas: en la mayor
parte un barbudo alto blandía una fusta sobre monstruosas grupas desnudas.
Cuando me di cuenta de que eran las cinco, arrojé el libro entre los demás y salte
a un taxi que me condujo a la estación Saint-Lazare.
Me paseé unos veinte minutos por el andén y al fin los vi. Ella llevaba un
grueso abrigo de piel que le daba el aire de una dama. Y un velo. El tipo tenía un
abrigo de pelo de camello. Era bronceado, joven aún, muy alto, muy guapo.
Extranjero seguramente, pero no inglés; quizá egipcio. Subieron al tren sin
verme. No se hablaban. Después el tipo se apeó y compró diarios. Anny bajó el
vidrio de su compartimiento; me vio. Me miró largo rato, sin cólera, con ojos
inexpresivos. Después el individuo volvió a subir al vagón y el tren partió. En
ese momento vi claramente el restaurante de Piccadilly donde almorzábamos
en otros tiempos; luego todo desapareció. Caminé. Cuando me sentí fatigado,
entré en este café y me quedé dormido. El mozo acaba de despertarme, y escribí
esto en un semisueño.
Regresaré mañana a Bouville con el tren de mediodía. Me bastará quedarme dos días, para hacer las valijas y arreglar mis asuntos en el banco. Pienso que en
el hotel Printania querrán que les pague una quincena más porque no les avisé.
También tendré que devolver a la biblioteca los libros que he sacado. De todos
nodos estaré de vuelta en París al fin de la semana. ¿Y qué ganaré con el cambio?
Siempre en una ciudad; ésta está cortada por un río, la otra bordeada por el mar;
salvo en esto son parecidas. Se escoge una tierra pelada, estéril; allí se llevan
grandes piedras huecas. En esas piedras hay olores cautivos, olores más pesados
que el aire. A veces los arrojan por las ventanas a las calles y allí se quedan hasta
que los vientos los hayan desgarrado. Cuando el tiempo es despejado, los ruidos
entran por una punta de la ciudad y salen por la otra, después de atravesar todos
los muros; otras veces giran entre esas piedras que cocina el sol, que raja la
helada.
Las ciudades me dan miedo. Pero no hay que salir de ellas. Si uno se aventura
demasiado lejos, encuentra el círculo de la Vegetación. La Vegetación se ha
arrastrado kilómetros enteros en dirección a las ciudades. Aguarda. Cuando la
ciudad esté muerta, la Vegetación la invadirá, trepará por las piedras, las
estrechará, las escudriñará, las hará estallar con sus largas pinzas negras; cegará
los agujeros y dejará colgar por todas partes sus patas verdes. Hay que quedarse
en las ciudades mientras estén vivas, no se debe penetrar solo bajo la gran
cabellera que está a sus puertas; es preciso dejarla ondular y crujir sin testigos.
En las ciudades, si uno sabe arreglarse, escoger las horas en que los animales
digieren o duermen en sus agujeros, detrás de los montones de detritos
orgánicos, sólo se encuentran minerales, los existentes menos horrorosos.
Regresaré a Bouville. La Vegetación sitia a Bouville por tres lados solamente.
En el cuarto hay un gran agujero lleno de un agua negra que se mueve sola. El
viento silba entre las casas. Los olores duran menos que en otras partes;
arrojados al mar por el viento, corren al ras del agua negra como juguetones
copitos de bruma. Llueve. Se ha permitido que las plantas crecieran entre cuatro
verjas. Plantas castradas, domesticadas, inofensivas, tan carnosas son. Tienen
enormes hojas blancuzcas que cuelgan como orejas. Al tacto parecen cartílagos.
Todo es gordo y blanco en Bouville, por toda el agua que cae del cielo. Regresaré
a Bouville. ¡Qué horror!
Me despierto sobresaltado. Es medianoche. Hace seis horas que Anny salió de
París. El barco se ha hecho a la mar. Anny duerme en un camarote, y en el
puente, el tipo guapo, bronceado, fuma cigarrillos.
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La Náusea - Jean Paul Sartre
ClassicsPublicada en 1938, "La naúsea" de Jean-Paul Sartre es, junto con "El extranjero" de Albert Camus, la novela que encarna de forma más emblemática la corriente de pensamiento existencialista fruto de la atroz experiencia de la Primera Guerra Mundial y...