18-Viernes.

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La niebla era tan densa en el bulevar de la Rédoute, que creí prudente caminar pegado a los muros del Cuartel; a mi derecha los faros de los autos arrojaban hacia adelante una luz mojada; era imposible saber dónde concluía la acera. Había gente a mi alrededor; yo oía el ruido de sus pasos, por momentos el ligero zumbido de sus palabras; —¡Uf! — dijo el hombre. Había tomado una valija del perchero. Salieron; los vi hundirse en la niebla. —Son artistas —me dijo el mozo trayéndome el café—; son los que hicieron el número de entreacto en el Cine Palace. La mujer se venda los ojos y lee el nombre y la edad de los espectadores. Hoy se van porque es viernes y el programa cambia.
Fue a buscar un plato de medias lunas de la mesa que acababan de dejar los artistas. —No vale la pena.
No tenía ganas de comer esas medias lunas. —Tengo que apagar la luz. Dos lámparas para un solo cliente a las nueve de la mañana: el patrón me regañaría.
La penumbra invadió el café. Una débil claridad embadurnada de gris y pardo caía ahora de los altos vidrios.
—Quisiera ver al señor Fasquelle. No había visto entrar a la vieja. Una bocanada de aire helado me hizo estremecer. El señor Fasquelle no ha bajado todavía. —Me manda la señora Florent —continuó la vieja — No vendrá hoy. Mme. Florent es la cajera, la pelirroja.
—Este tiempo —dijo— es malo para su vientre. El mozo adoptó un aire importante:
—Es la niebla —respondió—; como el señor Fasquelle: me sorprende que no haya bajado. Lo llamaron por teléfono. Por lo general baja a las ocho. Maquinalmente la vieja miró el cielo raso: —¿Está arriba?
—Sí, ése es su cuarto.
La vieja dijo, con voz lenta, como si hablara consigo misma: —Podría ser que estuviera muerto ...

—¡Bueno!—.El rostro del mozo expresó la más viva indignación —. ¡Bueno! Gracias.
Podría ser que estuviera muerto ... Este pensamiento me había rozado. Es del tipo de ideas que a uno se le ocurren en tiempo brumoso.
La vieja partió. Debería haberla imitado; el local estaba frío y oscuro. La niebla se filtraba por debajo de la puerta; subiría lentamente y lo anegaría todo. En la biblioteca municipal hubiera encontrado luz y fuego.
Otro rostro vino a aplastarse contra el vidrio; hacía muecas. —Espera un poco—dijo el mozo colérico, y salió corriendo. El rostro se borró, me quedé solo. Me reproché amargamente haber salido de mi cuarto. Ahora la niebla lo habría invadido; me daría miedo volver.
Detrás de la caja, en la sombra, algo crujió. Era en la escalera privada; ¿bajaba al fin el encargado? Pero no, no apareció nadie; los peldaños crujían solos. M. Fasquelle seguía durmiendo. ¿O estaba muerto sobre mi cabeza? Lo hallaron muerto en su casa, una mañana de niebla. Como subtítulo: En el café, los clientes no sospechaban ...
¿Pero estaba aún en cama? ¿No se habría caído arrastrando consigo las sábanas y golpeándose la cabeza en el piso?
Yo conocía muy bien a M. Fasquelle; muchas veces se había interesado por mi salud. Es un gordo alegre, de barba cuidada; si ha muerto, será de un ataque. Estará de color berenjena, con la lengua fuera de la boca. La barba al aire, el cuello violeta bajo el pelo ensortijado.
La escalera privada se perdía en la oscuridad. Apenas lograba distinguir la perilla del pasamanos. Habría que cruzar esa sombra. La escalera crujiría. Arriba, la puerta del cuarto.
El cuerpo estaba allí, sobre mi cabeza. Yo haría girar el conmutador, tocaría la piel tibia para ver. No puedo más, me levanto. Si el mozo me sorprende en la escalera, le diré que oí ruido.
El mozo regresó bruscamente, sofocado. —¡Sí, señor! —gritó. ¡Imbécil! Se me acercó. —Son dos francos. —Oí ruido allá arriba —le dije. —¡No es tan temprano!
—Sí, pero no me parece nada bueno; eran como estertores y después hubo un ruido sordo.
En aquella sala oscura, con la niebla detrás de los vidrios, esto sonaba muy natural. No olvidaré los ojos que puso.
—Usted debería subir a ver —agregué, pérfidamente.
—¡Ah, no!—dijo; y después—: tengo miedo de que me pesque. ¿Qué hora es? —Las diez.

—Iré a las diez y media, si no ha bajado. Di un paso hacia la puerta. —¿Se va usted? ¿No se queda? —No.
—¿Era un estertor de verdad?
—No sé —le dije al salir—, tal vez fuera que estaba pensando en eso.
La niebla se había despejado un poco. Me dirigí a prisa hacia la calle Tournebride; necesitaba sus luces. Fue una decepción; luz, sí, había; chorreaba por los vidrios de los comercios. Pero no era luz alegre, sino completamente blanca, a causa de la niebla, y caía sobre los hombros como una ducha.
Mucha gente, sobre todo mujeres: criadas, asistentas, también patronas, de las que dicen: “Compro yo misma; es más seguro”. Husmeaban un poco los escaparates y al fin decidían entrar.
Me detuve delante de la salchichería Julien. De vez en cuando, a través del cristal veía una mano que señalaba las patas trufadas y las salchichas. Entonces una mujer gorda y rubia se inclinaba, ofreciendo el pecho, y cogía el pedazo de carne muerta entre sus dedos. En su cuarto, a cinco minutos de allí, M. Fasquelfe estaba muerto.
Busqué a mi alrededor un apoyo sólido, una defensa contra mis pensamientos. No la había; poco a poco se desgarraba la niebla, pero algo inquietante permanecía arrastrándose en la calle. Quizá no una verdadera amenaza: algo borrado, transparente. Pero eso era justamente lo que acababa por atemorizar. Apoyé la frente en la vidriera. Sobre la mayonesa de un huevo a la rusa, advertí una gota de un rojo oscuro: era sangre. El rojo sobre el amarillo me revolvía el estómago.
Bruscamente tuve una visión: alguien había caído con la cara hacia adelante, y sangraba en los platos. El huevo había rodado en la sangre: la rodaja de tomate que lo coronaba se había despegado aplastándose, rojo sobre rojo. La mayonesa un poco derretida formaba un charco de crema amarilla que dividía en dos brazos el arroyito de sangre.
“Es demasiado estúpido, tengo que recobrarme. Iré a trabajar a la biblioteca.” ¿Trabajar? Sabía que no iba a escribir una línea. Otro día perdido. Al cruzar el jardín público vi, en el banco donde por lo general me siento, una gran esclavina azul inmóvil. Uno que no tiene frío.
Cuando entré en la sala de lectura, el Autodidacto estaba por salir. Se me abalanzó:
—Debo darle las gracias, señor. Sus fotografías me han hecho pasar horas inolvidables.
Al verlo concebí una momentánea esperanza: entre dos quizá fuera más fácil atravesar esa jornada. Pero con el Autodidacto ser dos nunca es más que una apariencia.

La Náusea - Jean Paul Sartre Donde viven las historias. Descúbrelo ahora