Dos
"Nos vemos la siguiente semana, Takuya."
Su voz, sanadora, se mantuvo resonando en mi cabeza, casi tantas veces como las pulsaciones por minuto de mi desesperado corazón. Cerraba los ojos y sólo podía ver el naranja de su teñido cabello.
Falta de cordura. Una explosión onírica.
Pasaron entonces tres días y por suerte, pude conseguir un nuevo trabajo, sucio, pobre, pero dinero es dinero. Ahora sería cocinero en un restaurante.
Disfrutaba de cocinar, pero también disfrutaba extasiarme pensando en Kamikawa Kohaku. Sus tatuajes, las flores, cerezos, higanbanas, rosas, lirios, nenúfares. La hermosa sonrisa, la personalidad divertida.
Y entonces me desconcentraba y condimentaba mal la comida. A veces me excedía con los condimentos, a veces no ponía ninguno; agradecía con enorme alivio que nadie hubiese presentado alguna queja.
¡Pero es que era imposible! Eventualmente, cuando me proponía centrarme específicamente en mi trabajo, ¡oh! Allí iba de nuevo Kohaku con sus ropas deportivas y extirpaba cada pequeña parte de mi cordura.
Una erección.
Pude aspirar el hedor de ser despedido nuevamente. Pero, vaya milagro del inexistente señor sentado sobre una esponjosa nube en el blanquecino cielo, aquello no ocurrió.
Los estudios, otro martirio, ¿cómo iba a concentrarme en las palabras de los maestros si había un Adonis burlándose de mí, taladrando mi mente, con dulces melodías, suaves al oído, la excelencia de su apariencia y la angelical armonía de sus movimientos? No, él era el demonio. Sí, definitivamente se trataba del mismo Lucifer seduciéndome.
Y las calificaciones también fueron en descenso, Kohaku era el culpable, no yo. No podía evitarlo, pues a pesar de todo, aunque en ocasiones pareciese aparentar lo contrario, yo era un ser débil y la fuerza de Kohaku, incluso si no estaba personalmente junto a mí, lograba arrancar de mi cerebro cada una de las blancas y puras flores de mi concentración y cosechaba una ponzoñosa cizaña, mientras mi cordura era arrojada vilmente al barranco.
El único lugar en donde parecía no fracasar con torpeza pensando en él, era mi pequeño y repulsivo departamento, con las paredes anteriormente albinas, ahora decoradas con humedad y manchas de algunas otras cosas que no podía acertar a describir y el piso sucio, lleno de objetos y muebles innecesarios para alguien que vive solo. Allí, en la pocilga, la cochera del cerdo, desataba todos los pensamientos más obscuros que no permitía salir a ver la luz del día. Entre la mugre y las sábanas revueltas, la aberrante necesidad de masturbarme me vencía.
Cuando fueron seis días, me alarmé a sobremanera, amedrentándome con sus palabras, como si se tratase de la amenaza de un asesino —aunque él era eso, exactamente, él asesinaba mi cordura—, temía que la afirmación falta de cordialidad que había dejado flotando en el nebuloso aire del bar fuese incierta.
No obstante la siguiente noche, el día martes, decidí como pueril colegiala enamorada del más galán del instituto, arreglarme, ser tan provocativo como me fuese posible. Deseaba acostarme con él, pensando que quizá, por arte de magia entre la unión obscena de nuestros cuerpos y el regocijo de unas buenas embestidas, gemidos guturales y arranques de hiperactividad en el acto, mi desconcentración en actividades rutinarias desistiría.
Las ropas negras decoraron mi estructura ósea, las botas de la ocasión anterior, unos pantalones negros rotos y ajustados, abrigo negro y una refulgente camisa roja. Me atreví, vanidoso, a delinear mis pequeños y rasgados ojos y humectar mis labios; repasé mis rasgos frente al espejo del baño, el cabello azabache revuelto, rebelde, ligeramente ondulado, cayendo por mis sienes y cubriendo la parte superior de mis orejas, las cuales usaba para colocar en cada una de mis pocas perforaciones, extravagantes joyas, unas oscuras, otras brillantes. Los labios, carnosos, rosados, eran la parte de mi rostro que más me agradaba; una nariz pequeña y la tez pálida, juvenil y desgastada bajo mis cuencas, debido al maltratador insomnio, del cual ahora atribuía el yerro a Kohaku.
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Cóctel de media naranja
Krótkie OpowiadaniaEntre licores y amorío, el individuo forja su destino. Un cítrico necesita entonces ser formado; pero, para eso dos mitades deben ser compactadas. El hilo rojo del destino se tiñe entonces de naranja y con elegancia, estrangulador, amarra a quienes...