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Uno

En medio de un frío invierno, en el dulce diciembre de noches iluminadas y celebraciones innecesarias, él se introdujo a mi vida. Ingresó a mí con la facilidad que tenía el trago de deslizarse, dejando ardor a su paso, por mis entrañas.

Con la facilidad usada en un respiro, la infantil necedad de correr, el aterrador sentimiento de involucrarse en un amorío, aroma a tragos, cigarrillos, cócteles nocturnos y risas desconocidas, le conocí.

Un adulto, hecho y derecho, con la juventud pintada perfectamente al óleo en el bello rostro, los ojos grandes, obscuros y rasgados, la piel pálida y fina, tinturada de colores en forma de flores, animales y palabras por lo largo de sus fuertes brazos. Un pequeño lunar en medio de las clavículas y prendas desvergonzadamente sueltas como para creer que podía salir a caminar por la calle en el decembrino invierno; brazos descubiertos, con toque deportivo y una divertida sonrisa en el rostro. Atractivo. Muy atractivo. Inolvidable. La mitad izquierda de su cabeza rapada, la otra mitad con cabellos largos que rozaban su mejilla y casi su mentón, tinturados, extravagantes, de color naranja. Tendría que ser muy distraído para olvidar la tonalidad artificial de su cabellera y la alarmante cantidad de perforaciones en sus oídos, además de su olor a licor y tabaco.

Con la gracia aterradora de una flor carnívora y el alarmante ardor de un cítrico salpicado en los ojos, Kohaku se infiltró en mi vida.

Ocurrió al anochecer de un martes salado y triste.

Era la primera vez que me despedían de un empleo. Veintidós años y una carrera universitaria incompleta, la pérdida de trabajo me había hecho sufrir, como madre pariendo un niño, quizás. Y caminé, en las calles pobladas de personas desconocidas, bares, prostíbulos, negocios a los que poca atención colocaba, pues rara vez había alguien dentro. Y mis negras y pesadas botas entonces, se dirigían melancólicas al frecuentado bar gay.

¡Ah, sí! El único lugar para deshacerme de mis pesares y olvidarme de que mi vida era miserable, en donde mi figura alta y poco musculosa parecía ser atractiva para los diferentes tipos de hombre que yacían entonces, sentados o bailando en el caluroso lugar, uno junto al otro, coqueteando, riendo, o hablando sin ninguna intención más allá de la empatía, de los cuales, en ocasiones, alguno salía al acecho, con ojos entrecerrados y manos calientes deslizándose por mi piel.

Ah, la testosterona. El masculino ambiente del deseo sexual.

Paso tras paso, terminé junto a la barra, con mis asentaderas sobre la desgastada silla forrada en cuero, acomodándome al lado de otro hombre, al que en un principio no puse la más mínima atención e ignoré como insulso; renegué y mis vísceras pronto se prepararon para la ingesta de licor, el cosquilleo interno se preparó en mi estómago y pedí al hombre tras la barra que me diera lo más fuerte que tuviese. Mi cabeza resultó estampada con violencia en la barra desde inclusive antes de comenzar a beber y grité sin ser muy escuchado, pues la música era alta y dudaba que mi voz fuese audible para alguien. Aquél conocido hombre que me veía frecuentemente sentado allí, como la persona desocupada que era, me preguntaba por mis problemas, pero, esta vez resulté con algo diferente, no se trataba esta vez de un mal polvo o de una mala calificación en la universidad...

—¡Me despidieron del trabajo! —Exclamé enfurecido.

Recibí inútiles consejos y risas por parte del hombre que dedicaba su vida a servir licor y vivir en la densa atmósfera de los roces insinuados, comentarios lascivos y libidos encendidas, cual fósforo arrojado en gasolina.

Lloré, bebí sin cuidado y usé entonces, de manera inclemente y descuidada, mi abrigo para limpiar mis lágrimas. Hubo un segundo momento en donde mi cabeza reposó acostada sobre mis brazos encima de la metálica y brillante barra, que reflejaba las luces de colores del lugar. Entonces giré mi cabeza al lado derecho y lo vi a él. Tan excéntrico, tan extravagante.

Ese, entonces, era Kohaku.

El hombre más extraño y bien parecido que había visto en mi vida. Me devolvió la mirada y provocó que tras adentrarme en tragos, mis mejillas ardiesen tanto como mi garganta.

Asesinos. Irrespetuosos maleantes que interrumpen actos, palabras y pensamientos con sus ingeniosas puñaladas.

Me incorporé y le escruté con atención, retirando los mechones de brunas hebras que se deslizaban por el frente de mis ojos, mordí deseoso mi labio inferior apenas me permití terminar de apreciarle y él, quizá siendo consciente de mis actos, sonrió.

Después de aquella primera mirada que nos dimos el uno al otro, fue él quien pidió el licor, para él, para mí. Reí nervioso y aún sin atreverme a hablarle, me acerqué disimuladamente ­más a él.

—¿Por qué media cabeza naranja? —Pregunté curioso, burlándome de él con la pueril inocencia de un preadolescente.

—Porque estoy buscando a mi media naranja —Admitió, divertido. Su manzana de Adán se movía cuando bebía, amenazando mi sanidad de juicio—. ¿Por qué toda la cabeza negra?

—Porque busco un negro. —Reí, sin demasiadas ganas, mientras él se retorció a carcajadas a mi lado.

—Entonces, supongo que es una lástima ser pálido—. Bromeó con una sonrisa coqueta.

Y esa fue nuestra primera candente conversación.

Kohaku era una persona feliz. O al menos de esa manera le conocí, compartiendo tragos, riendo por todo, logró sacarme de la vespertina depresión por mi pérdida de trabajo.

Él hablaba y yo le atendía, así como él a mí, cuando yo era el narrador. Nos presentamos, él a mí, yo a él.

Mientras los tragos intoxicaban nuestro organismo, él me habló de sus tatuajes, de sus perforaciones y pensé que quizás yo también quería atreverme a hacer tales cosas, a pesar de que en mis orejas ya poseía algunas joyas.

Kohaku me encantó de manera bestial desde la primera ocasión en la que pude tenerlo junto a mí, su voz grave me fascinó cuando por vez primera, sobre el alto volumen de la música, me permití escucharle y, de manera obscena, fantaseé con el sonido de sus gemidos en la cama.

Quería devorarlo, como todo un depredador. Pero quizá fuese el efecto de los tragos el verle tan atractivo. Ah, sí, era increíble. Fantástico.

La madrugada llegó, arrasadora, quitándonos el espacio de la plática. Gruñí, fastidiado, pues deseaba que el momento jamás terminase, hablar con él era exquisito y jamás consideré dejar de hacerlo, pues me sentí tan libre como un ave en el cielo, expresando cada cosa que quisiese sin tener miedo de que él no lo tomase bien, pues, cada una de mis galimatías en la ebriedad parecía ser inmediatamente comprendida y él, según yo, respondía con sentido a pesar de que el alcohol en su sangre pudo estar causando estragos en su cordura también. Y la presión flameante en mi pecho desistió una vez él se levantó de su asiento, dejándome casi desconcertado, extraviado.

—Kamikawa... —Llamé formalmente por su apellido, mirándole en desaprobación. Bajo ninguna circunstancia deseaba que aquél sujeto se alejase de mí, cuando dio el primer paso al frente, me apresuré a tomar su muñeca, sintiendo el pulso volver a acelerarse y el febril ardor incrementarse en mi garganta.

Su mirada se posó sobre la mía de vuelta y una sonrisa se formó en sus labios, con la gracia de un florecimiento primaveral. No me sentí capaz de moverme, aunque por su parte, él soltó su tatuada muñeca de mi torpe agarre y dirigió su mano a mi cabeza, desordenando, violento, mis cabellos.

—Nos vemos la siguiente semana, Takuya —Habló informal y desvergonzado, dando un paso tras otro hasta que su silueta se desvaneció entre el humo y las luces del bar.

Supe entonces, que el excéntrico Kohaku se había marchado.

Cóctel de media naranjaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora