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Rurouni Kenshin y todos sus personajes pertenecen a Nobuhiro Watsuki y Shueisha.

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Aoshi había salido del Aoi-ya antes de que saliera el sol, le costaba estar encerrado entre aquellas paredes mientras Misao se empeñaba en destrozar su vida por un maldito clan ninja. Se encerró en el templo como hacía antes, buscando alivio y consuelo en la meditación. Quería alejar su mente de todo.

Para Aoshi aquella semana, desde la llegada de Itsuka, pareció alargarse en el tiempo, cruel y sin piedad, cada minuto parecía ser una hora. Cada hora un día. Cada día una semana...

Algo, en lo más profundo de su ser, dolía y no había nada que lograse aliviar aquel dolor.

Cuando Okina descubrió que quería casarse con Misao se planteó la idea de marcharse, pero no pudo hacerlo. Hacerla sufrir no era algo que quisiera repetir, tampoco estaba seguro de ser capaz de volver a separarse de ella.

Cambió de posición, le dolía el trasero. Los pájaros piaban con alegría celebrando la llegada de la primavera y la leve subida de las temperaturas. Él gruñía maldiciendo su suerte.

Inspiró hondo y se concentró en lo que le había llevado hasta el templo. Deseaba meditar, poner en orden sus ideas. Centrarse de nuevo. Encontrarse a sí mismo o en su defecto perder la cordura.

Reflexionar.

Cuando era un niño lo único que deseaba era ser aceptado por el Okashira. Había nacido dentro del Oniwaban-shû, y desde bien pequeño había ansiado hacerse un hueco entre todos aquellos guerreros que tanto admiraba, y de entre ellos, acercarse al que más fascinación le producía. El Okashira con su carácter abierto y sin dobleces que tan inusual era entre los shinobi, un hombre que no dudaba en decir lo que pensaba y sentía —como su nieta—, un hombre con una técnica de combate impresionante cargada de puntos débiles fortalecida con sus habilidades con el kenpô y su inteligencia.

Sí, él deseaba ser el guerrero perfecto, el ninja perfecto, la sombra mejor camuflada. Y por eso mismo renunció a ser un niño y a sus emociones. Porque debía hacerlo si quería aquello de verdad.

No jugó, no se relajó, no lloró... tampoco rió. Simplemente practicó y practicó, luchó, entrenó y se superó a sí mismo. Se rompió los huesos cientos de veces, huesos que lanzaban punzantes protestas cuando cambiaba el tiempo bruscamente. Pero a él no le importaba, estaba decidido a lograr su meta.

Sacrificarse por ser un gran guerrero no le suponía ningún inconveniente. Sacrificarse por su sueño.

Y lo logró.

Llegó a ser el mejor shinobi del Oniwaban-shû, fue el hombre de confianza del Okashira siendo aún un niño, aprendió sus técnicas y se empapó de su conocimiento. El joven Aoshi de diez años ya no podía llegar más alto, tampoco lo deseaba, estaba justo dónde deseaba estar, al lado de su admirado Okashira.

Y entonces nació la pequeña Misao que siempre le arrastraba a un mundo lleno de emociones y sentimientos, un mundo que Aoshi no quería pisar pero que pisaba sólo por verla reír y sonreír. Verla con sus mofletes tiernamente pintados de rojo. Aquel pequeño e hiperactivo dolor de cabeza que siempre se las arreglaba para hacerle jugar a cualquier tontería como si fuese un chiquillo en vez de un entrenado asesino.

Se separó de ella para proteger el castillo de Edô y lo hizo bien, reclutó a guerreros nuevos que recibieron la aprobación del Okashira. Y su renuncia a los sentimientos volvió a ser saboteada por aquella niñita ruidosa y caprichosa.

¿Por qué demonios lo arrastraba a un mundo lleno de luz si él no era más que una sombra? Misao era ya, por aquel entonces, el astro más brillante de todo el Oniwaban-shû.

Salvar el Oniwaban-shûDonde viven las historias. Descúbrelo ahora