Un nevado anochecer de enero de 1991,
Jonathan Pine, inglés y director de noche
del hotel Meister Palace de Zurich,
abandonó su despacho tras el mostrador
de recepción y, presa de sentimientos
que no había experimentado
anteriormente, tomó posiciones en el
vestíbulo preludiando la bienvenida que
su hotel iba a brindar a un distinguido
huésped de última hora. La guerra del
Golfo acababa de empezar. A lo largo
del día la noticia de los bombardeos
aliados, discretamente divulgada por el
estado mayor, había causado consternación en la bolsa de Zurich.Las reservas de hotel, normalmente escasas en enero, habían alcanzado niveles críticos. No era la primera vez que
Suiza se encontraba en estado de sitio.
Pero el Meister Palace sabía estar a
la altura de las circunstancias. Contemplando desde lo alto de su colina
la insensatez de la turbulenta vida
citadina, el Meister, como era
cariñosamente conocido por taxistas y
parroquianos, presidía Zurich física y
tradicionalmente en solitario, como una
sobria tía eduardiana.Por más que las cosas cambiaran allá en el valle, ella permanecía siempre fiel a sí misma, inconmovible en sus principios, bastión de la elegancia civilizada en un mundo empeñado en irse al infierno.
Jonathan tenía su observatorio propio en un pequeño hueco situado entre los dos elegantes escaparates interiores del hotel que, en ambos casos, exhibían la última moda femenina.
Adèle de la Bahnhofstrasse presentaba
una estola de marta cibelina sobre un
maniquí de mujer cuya única otra
protección era la braga dorada de un
biquini y unos pendientes de coral, para
los precios dirigirse al conserje. El
clamor contra el uso de pieles animales
es tan ruidoso en Zurich como en otras
ciudades del mundo occidental, pero el
Meister Palace hacía caso omiso de ese clamor.El escaparate de César, también
de la Bahnhofstrasse, prefería alimentar
el gusto árabe mediante un cuadro de
vestidos deliciosamente recamados,
turbantes con diamantes, y relojes de
pulsera adornados con piedras preciosas
a sesenta mil francos la pieza.
Flanqueado por estos dos santuarios del
lujo, Jonathan podía vigilar con ojo
atento la puerta giratoria.
Hombre corpulento pero vacilante,
esgrimía siempre una sonrisa de
autodefensa como si pidiera perdón. Su
misma condición de inglés era un
secreto bien guardado. Ágil y en la flor
de la vida, un marino le habría tomado
por un colega debido a su deliberada economía de movimientos, a su forma de
tener los pies anclados en el suelo, una
mano siempre al timón. Tenía bonitos
cabellos ondulados y una frente de
boxeador. La palidez de sus ojos le
pillaba a uno por sorpresa. Uno
esperaba de él sombras más densas, una
actitud más retadora.
Y era esta levedad del porte en una
constitución de boxeador lo que daba a
su persona una inquietante intensidad.
Nadie que se alojara unos días en el
hotel podía confundirle con otro: desde
luego, no con herr Strippli, el jefe de
relaciones públicas de cremosos
cabellos, ni con alguno de los
desdeñosos jóvenes alemanes de herr Meister que se paseaban por el hotel
como dioses camino del estréllate.
Jonathan era un consumado hotelero.
Uno no se preguntaba quiénes eran sus
padres ni si tenía esposa, hijos o perro.
Su mirada al vigilar la puerta poseía la
imperturbabilidad del tirador. Llevaba
un clavel en el ojal. De noche siempre
llevaba uno.
La nevada, incluso para esa época
del año, era formidable. Espesas
oleadas de copos barrían el iluminado
patio delantero como las olas de una
tempestad.Los botones, avisados de la
llegada de un personaje ilustre,
contemplaban expectantes la ventisca.
–Roper no lo conseguirá —pensó Jonathan—. Aunque hayan dejado
despegar su avión, es imposible que
aterrice con este tiempo. Herr Kaspar lo
ha entendido mal.»
Pero herr Kaspar, el jefe de los
conserjes, no había entendido una sola
cosa mal en su vida. Cuando herr
Kaspar susurró «llegada inminente» por
el altavoz interior, sólo un optimista de
nacimiento pudo haber imaginado que el
avión del cliente sería desviado.
Además, ¿a santo de qué iba herr Kaspar
a hacer acto de presencia si no era por
la llegada de un conocido derrochador?
Hubo un tiempo, le contaba frau Loring a
Jonathan, en que herr Kaspar habría
mutilado por dos francos y estrangulado por cinco. Pero la vejez ya es otra cosa.
A estas alturas, sólo el más preciado
botín podía arrancar a herr Kaspar de su
butaca frente al televisor.
–Me temo que el hotel está
completo, Mr. Roper —ensayó Jonathan
en otro desesperado esfuerzo por parar
lo inevitable—. Herr Meister está
desolado. Ha sido un error
imperdonable de un empleado
provisional. De todos modos, le hemos
conseguido alojamiento en el Baur au
Lac.» Etcétera. Una anhelante fantasía
que también había nacido muerta.En toda Europa no había un solo gran hotel
que se jactara esa noche de tener más de
cincuenta huéspedes. Los más ricos del globo se aferraban valientemente a la
tierra con la única excepción de Mr.
Richard Onslow Roper de Nassau,
Bahamas, de profesión sus negocios.
ESTÁS LEYENDO
GETAWAY CAR -Jonathan pine.
Hayran KurguEl exsoldado británico Jonathan Pine que luchó en Iraq y ahora vive en retirada de la vida, y él mismo, como gerente nocturno de un hotel. Una criatura de la noche autoexiliada, y un eterno fugitivo del enredo emocional, la conciencia de Pine se pin...