Capítulo II. Los hijos sin padre

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La carne y el engaño

Guadalupe Gómez era la madre de Enrique, Marisela y Nicolás Cervantes. Una mujer cuya juventud y años dorados fueron interrumpidos por el embarazo repentino que le perpetró el padre de sus hijos. Tenía solo diecinueve años de edad cuando cayó en el pecado de la carne, inducida por las atenciones de un joven campesino cuidador de reses.

La mujer era originaria del centro de Jalisco, hija de José María Gómez y Paz Muro. Tenía cinco hermanos y cuatro hermanas, siendo demasiados para hablar de cada uno de ellos. Cursó la carrera de secretaria en una preparatoria de la ciudad de Guadalajara, igual que su hermana Paz. Cuando las dos se graduaron siguieron a su hermano Jorge, quien comenzó a viajar por el occidente mexicano gracias a las amistades que hizo en la universidad. Recibió ofertas de trabajo por aquí y por allá hasta que los tres terminaron en la comunidad de Jalpa, Zacatecas.

Una noche plateada, en uno de tantos bailes que se organizaban en los alrededores, conoció a Enrique Cervantes Romero. Un tipo tres años mayor, que hubiera deseado ser un charro galardonado, conocido en cada uno de los pueblos de la región, pero no tenía tierras ni muchas posibilidades económicas. Carecía de dinero debido a las excentricidades de un padre adicto a los juegos de azar, el vino y los negocios inseguros. Por eso trabajaba en el predio de un cuñado, el esposo de una de sus hermanas mayores, mientras el resto de sus parientes se hallaba regado por México y Estados Unidos.

Guadalupe y él estaban en el apogeo de su apariencia. Ella era guapa, dejaba crecer un cabello ondulado color castaño, unos labios voluminosos y unas mejillas suaves como el algodón. Por otro lado, Enrique era un diablo de aspecto vivaz y brillante, fanático de hacerse pasar por rico, con tanto talento a la hora de hablar que logró llamar su atención, a pesar de su poca escolaridad.

Sucesivamente, los dos fueron testigos de una batalla entre la moral y el deseo, entre lo que se decía que era lo bueno y lo malo. Una vez encendidos los sentimientos y convencidos del mutuo amor mundano que se tenían, ningún pensamiento pudo detenerlos ni formalizar su noviazgo irregular. Ambos se cautivaron; ella era muy bonita, como pocas se habían visto y él la paseaba en el rancho donde cuidaba las reses, le abría las puertas de par en par y aseguraba ser el dueño de todo lo que estuviera al alcance de la vista, aunque se tratara de un vil engaño.

Fue entonces cuando la dama cayó embarazada. Su hermano Jorge estalló de furia y Paz tuvo que interceder por ella. Para remediar la situación se propusieron ocultar el embarazo y presentar a Enrique ante la familia Gómez. El joven pidió su mano y dijo ser un afamado ganadero. Después de una comida, Don José consintió el matrimonio, quedándose con la alegría de ver a una de sus hijas con la vida resuelta, convertida en la mujer de un heredero.

Guadalupe se comprometió en la pequeña ciudad que la acogería durante los próximos dieciséis años, en el templo de San Antonio. Nada volvió a ser igual después. Se lamentó por haber sido tan ingenua y descubrió un odio mezclado con amor hacia el hombre mentiroso con quien se casó. Enrique trabajó arduamente y consiguió rentar una casa a las afueras del pintoresco poblado que pocas veces había abandonado. Luego de unos años se marchó a Estados Unidos para conseguir más dinero, dejando atrás a sus hijos y esposa...

Enrique Cervantes Gómez, su primer hijo, nació el 1° de septiembre de 1991 en una clínica pagada por sus abuelos maternos. Fruto de la carne y el engaño, durante años fue odiado injustamente por su padre, quien lo culpó de haber interrumpido su soltería. Cuando creció desarrolló una barbilla continua, unos ojos tristes hundidos y un cabello rizado, de su padre sacó los labios partidos y los pómulos sobresalientes. Algún día se convertiría en uno de los criminales más importantes del Estado.

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