Jason

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Se esperaba mucho de mí

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Se esperaba mucho de mí. Creo que en eso se resume mi tormento. Crecí superando todo tipo de pruebas difíciles solo para descubrir que más adelante había otra aún más difícil. En algún momento me di cuenta de que el mundo esperaba de mí más de lo que podía dar, y por ende, yo también. El intentar cambiar o tomar desvíos me envolvía en cada vez más aplastantes expectativas, solo que en diferentes contextos. La única manera que vi de librarme de ese laberinto circular me ha traído hasta aquí.

Antes de que yo naciera, mi padre, un empresario con ambiciones frustradas, vio en su futuro hijo la oportunidad para compensar sus fracasos. Decretó que estaba destinado a ser grande. Como su hijo, yo debía honrar todos los beneficios que me eran otorgados. Mi único deber era ser excelente y lograr lo que mi padre no pudo. Se suponía que no era mucho.

Sin embargo, a pesar de mis esfuerzos y los de mis padres, yo nunca fui el mejor, ni el primero. No en realidad. En la escuela nació la ilusión de que sí podía, misma que surgió de las expectativas de mi familia y se consolidó como mía. A pasos agigantados me hice el más aplicado de la clase en todas las materias, incluyendo deporte. Mis padres estaban felices, hablaban con orgullo de mí con sus amigos y me daban regalos. Pero las cosas fueron cambiando a medida que mis notas excelentes se hacían constantes. El orgullo de mis padres se transformó en exigencia. Ya no hablaban sobre el presente sino sobre el futuro. Ya sus premios sólo eran ilusiones, promesas sin pronunciar. Ya no podía sacar menos que calificaciones sobresalientes. Si lo hacía, recibía esas miradas de decepción que dolían más que una paliza.

Ascendí a bachillerato con el mejor promedio, siendo referencia de mis maestros y modelo a seguir para los estudiantes. Entonces, desde el primer momento, una chica en mi mismo salón se situó sobre mí.

Ella brillaba como una estrella en todo lo que hacía y por más que intenté sobrepasarla, se mantuvo un paso adelante. La mayoría de los chicos que me habían seguido antes me dejaron por ella. Traté de convencerme de que se debía a sus hormonas y no a mí, pero no conseguí salir a flote en mi piscina de amargura. La envidia me llevó a obsesionarme con la idea de ser mejor que me ella, pero mi obsesión sólo me hizo más deficiente.

Lo peor era su actitud. Serena y participativa, era respetada y apreciada. Me saludaba cálidamente cuando me veía y me trataba con amabilidad mientras yo sólo quería borrarla de la existencia o verla cometer una metida de pata legendaria.

Por su puesto que no sucedió. Ella era un ruiseñor que tenía a todos hechizados con su canto y no perdía su gracia. Yo me hice más bien como un buitre. Me alimentaba de sentimientos podridos e ilusiones muertas. No tenía amigos reales, atormentado tanto por recuerdos de tiempos mejores como por cada uno de los errores que me impedían superar a mi tan frustrante rival.

Me gradué con una centésima de punto menos que ella, un promedio de 9,98 que me condujo a romper la puerta de mi habitación a puñetazos. Mi padre me dijo que sacar el mejor promedio del colegio era lo único que esperaba de mí a cambio de todo lo que me había dado. Aunque las preveía, sus palabras surgieron de nubes negras y me atravesaron como un rayo. Me pregunto cuántas personas se habrán sentido tan mal con un puntaje final que roza la perfección. Lo único que yo podía ver era que alguien más se había llevado la beca, alguien me había arrebatado el futuro para el que trabajé durante toda mi vida.

Al final eso resultó no ser el quiebre definitivo. Conseguí media beca en la misma universidad planeada y me matriculé en la carrera que mi padre esperaba que escogiera. Ahí conocí a seis chicos con un perfil académico similar al mío. Yo pasaba con ellos, reíamos y dialogábamos. Sin embargo, por dentro los estaba estudiando, analizándolos en busca de debilidades que pudiera usar a mi favor, de fortalezas que debía compensar y mejorar en mí. No podía olvidar a la chica del colegio y no dejaría que nadie volviera a humillarme como ella.

No obstante, estos chicos se convirtieron en mis primeros amigos de verdad, no me trataban como un rival en notas, ni me ignoraban como persona. Me felicitaban por mis logros y me apoyaban en los tiempos difíciles. Y yo aprendí a hacer eso mismo con honestidad. Dejé de romper cosas y arrojar puñetazos cuando nadie veía.

Fue entonces cuando ella se fijó en la herida de mi labio superior. Me preguntó al respecto y yo le respondí que había mordido una grapadora a propósito, porque estaba cansado de ocultar la verdad y ella formaba parte de ese único grupo de personas que yo apreciaba. Poco a poco, me fue sacando más información, hasta que un día derramé lágrimas en su hombro y fui rodeado por sus brazos.

En ese momento me di cuenta de que no quería seguir así. No me gustaba la carrera. No me gustaba mi imagen social. No me gustaba la persona en la que me estaba convirtiendo. No me gustaba la que ya era. No podía seguir soportando una vida en la que mi valor solo dependía de lo que podía demostrar.

Me sentí desacompasado, como un asteroide que se sale de órbita para quedarse vagando en el espacio. Había sido controlado por motivaciones externas toda mi vida y no podía funcionar sin serlo. No sabía en qué pensar, ni qué decisiones tomar, ni qué hacer con mi vida si acaso ignorara mis planes.

Ella me ayudó. Me alentó. Me enseñó la belleza del mundo. Me tomó de la mano y me regaló experiencias que valoré con el corazón. Pero luego descubrió que ella también estaba desacompasada, y yo no la podía ayudar. No podía ofrecerle nada que hiciera que mantuviera su amor por mí.

Nos evitamos hasta ayer en la tarde. Estaba lloviendo y nos topamos en la parada de bus. Cruzábamos la calle cuando se nos acercó un automóvil a toda velocidad. Ella se quedó paralizada y yo la quité del camino. Sentí que el tiempo se detenía, el vehículo se congelaba cuando estaba a menos de un metro de distancia. Creí que se debía a mi prontitud con la muerte, pero realmente se había detenido y mis piernas reaccionaron rápido, tropezando fuera del camino. Ella me haló por la camiseta hasta la orilla y rompió a llorar mientras me abrazaba.

Estaba agradecida de mi supervivencia, pero para mí la experiencia fue el preludio mi muerte. Entendí que en mi mundo, mi realidad, nunca valdría por lo que soy. Incluso si consiguiera independizarme o convencer a mis padres y aflojar mi modo de vida, yo seguiría exigiéndome solo. El buitre en busca de restos, el asteroide extraviado. Encontraría la manera de volver a la ruta de siempre, con el alma adolorida y envenenada. Estaría condenándome a ser un penitente rodeado de soluciones fuera de alcance.

Solo ahora, antes de morir, siento que valdré lo suficiente. No podré ofrecer nada más. Recordarán mis esfuerzos. Y todos estaremos satisfechos.

Cartas de suicidioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora