Capítulo 1: En el fin del mundo

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—Hijo ¡ya! No te hagas de rogar. Es tu deber— exige mi madre mirándome con reprobación. Quiero negarme ¿Por qué debo que ser yo el sacrificado en la segunda luna de miel de mis padres? ¿Qué no tengo otros dos hermanos mayores?

—Solo serán seis semanas— la apoya papá, poniendo una mano en mi hombro. Carajo, me tienen contra la espada y la pared.

¿Seis malditas semanas en el campo? ¿Lleno de mosquitos, sin televisión por cable y con mala señal de internet?

—Pero papá, podríamos turnarnos— reclamo. No es justo que yo solito tenga que martirizarme en el monte.

—Ruggero, estamos en cosecha. Michael no puede, está haciendo su maestría y Agustín tiene guardias— quiero reclamarles porque entonces programaron su luna de miel en estas fechas, si saben que mis hermanos estarán ocupados.

—Está bien, solo seis semanas, ni un día más— digo molesto, no puedo negarme, prácticamente vivo con ellos aún. Y no aporto ni un centavo a la casa. Me gasto mi dinero en mis necesidades. Fiestas, tragos ¡chicas!

—Ni que fuera un sacrificio. Igual no haces nada— dice mamá antes de salir sin darme siquiera un beso. Pero ella es así, no sé qué más espero ¿Qué me dé un abrazo maternal? De igual manera habría buscado la forma de obligarme.

El campo es un lugar hermoso... para postales o fondos de pantalla. Pero vivir allí, es retrógrado. Seis semanas... ¿Qué hará la ciudad sin Ruggero Pasquarelli durante un mes y medio?

Al día siguiente mientras ellos van rumbo al aeropuerto yo subo a mi auto para ir a la hacienda. Hace años que no paso ni siquiera un fin de semana en ese lugar. Sólo recuerdo la pequeña parcela que compraron mis padres cuando éramos niños y teníamos una cabaña para las vacaciones.

Tardé más de diez horas en llegar, me perdí tres veces. Todos los caminos de trocha son iguales y los árboles también. Me muero de hambre, estoy sudado y para colmo no me abren el portón. Sólo veo un gran tronco donde estaba grabado "Hacienda Pasquarelli".

¡Rayos! Hay un Pasquarelli aquí afuera, muerto de cansancio, que quizás duerma en su auto porque nadie sale a abrir.

Pierdo la cuenta de las veces que me he despertado y salido a apedrear la puerta. Sólo un pero viejo ladra a lo lejos cuando toco la bocina, lo sé porque parece que aúlla en medio de sus perezosos ladridos. Vuelvo al asiento trasero de mi auto, hago sonar mi reproductor de música y duermo cansado.

Me despierto cuando alguien aporrea mi ventana.

— ¿Desea algo?— me dice un viejo.

—Sí, quiero entrar pero nadie abre— contesto fastidiado.

—Pues para eso está esa campana ¿no ve?— me dice señalándome una vieja y oxidada cosa que colgaba de una viga.

—Pues anoche estaba muy oscuro y no la vi— me quejo.

—Los perros no se interesan en el claxon de los autos pero si tira de la campana en seguida le abren— dice caminando con toda la paciencia del mundo y tira de la campana. Pasados unos minutos sale otro hombre.

—Ey Mauricio, aquí hay alguien que quiere entrar, avísale a David— dice gritándole a un joven que ha salido a abrir.

— ¡Tendría la amabilidad de abrir el portón!— hablo fuerte. Me zumbaban los oídos. Gente sin criterio.

—No puedo, los patrones se han ido de viaje, tiene que hablar con el capataz— escucho decir al joven moreno. Desaparece tras la puerta.

Espero media hora más hasta que un hombre alto y fornido llega.

—Buen día. ¿Qué se le ofrece?— pregunta. Casi al borde de la paciencia me limito a mirarlo fijamente.

—Soy Ruggero Pasquarelli— digo masticando las palabras. Sus ojos se achican un poco. Al parecer no me cree.

—Lo siento, no soy tan confiado como la gente del campo, fui policía antes. ¿Me permite su identificación? Soy David Sevilla, el capataz.

Saco mi permiso de conducir y se lo alcanzo, tengo ganas de derribar la puta puerta y entrar a la fuerza sólo porque tengo derecho.

—Está bien. Bienvenido señor Pasquarelli. ¡Mauricio, abre la puerta!— grita. No me detuve a ver nada más, manejé por el sendero hasta llegar a la casa. Bajo mis dos maletas y entro con paso firme. Por fin, mis dominios.

Una mujer que reconozco me recibe.

— ¿Ruggero? Pero como has crecido niño— me dice mi antigua nana.

—Hola Antonella— la abrazo, quiero que vea que he crecido lo suficiente, que ya soy un hombre. No puede decirme "niño". –Llegué anoche pero nadie me abrió, tengo hambre— me quejo, hago un gesto de fastidio que me parece demás infantil.

—Ve a darte un baño hijo, te prepararé de inmediato las pastas que tanto te gustan— dice feliz. Al menos alguien conocido que me tiene aprecio.

Después de comer salgo a las caballerizas, quiero montar un poco, hace años que no lo hago. De paso ver qué tanto han comprado mis padres en estos años. Siempre hablaban de agrandar nuestra parcela, hasta que empezaron a llamarla "finca", luego "hacienda" y un buen día vendieron las panaderías que teníamos y se mudaron aquí. Van poco a la ciudad.

Encuentro al capataz junto a unos jóvenes.

—Señor Pasquarelli ¿va a montar?— pregunta. "No nada más quería mirar caballitos" casi le respondo al tipo.

—Sí. ¿Tiene alguno manejable?— los jóvenes se ríen. ¿Qué les causa gracia?

—Claro. Jorge, trae a Fisgón— los otros ríen más fuerte. El muchacho delgado aparece jalando un caballo viejo. Yo quiero uno brioso y de pelaje azabache, no ese caballo a punto de fallecer.

—Es el más tranquilo que tengo, los otros no pueden ser. Estamos en época de apareamiento, los sementales están en otras caballerizas— dice el capataz, subiendo a su propio corcel. Los otros chicos lo siguen.

Me lleva el diablo, parecen odiarme. ¿Qué les cuesta darme unos de mis caballos?

Subo como puedo al viejo caballo, demoro un poco porque se mueve como si tuviera pulgas.

Monto despacio por el sendero, no quiero arriesgarme a entrar al bosque. A lo lejos se ve el río, hacia allá me dirijo. Cuando era niño lo que más me gustaba era bañarme allí y correr sin zapatos por toda la zona.

De un momento a otro el caballo viejo empieza a encabritarse sin razón, trato de calmarlo pero pierdo el equilibrio y voy a dar a un lodazal al lado del camino.

¡Maldita bestia! Apenas me caigo corre de regreso a la hacienda.

— ¡Traidor!- le grito.

Estoy hecho un asco, hasta mis botas tienen barro por dentro. Me limpio como puedo, parezco un monstruo, necesito asearme, así que llego al río a duras penas. Cojeando por el golpe de la caída.

Escucho una hermosa y dulce voz, entonar un canto. Me quedo paralizado al lado de los juncos oyendo aquella tonada que habla de dos amantes junto a un árbol. Busco de donde proviene, necesito saber quién es la dueña de esa maravillosa voz.

Allí a pocos metros de la orilla está una preciosa jovencita... bañándose. Sólo trae ropa interior, canta, se lanza al agua, desaparece y vuelve a aparecer para continuar cantando.

Me quedo como un idiota mirándola. Es realmente hermosa de suaves y delicadas curvas, facciones y cuerpo perfecto. Su cabello castaño, largo le cubre gran parte de la espalda.

Caray, es su día de suerte, Ruggero "rompe corazones" Pasquarelli está aburrido esta mañana.


Acosador (Adaptación Ruggarol)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora