8. La ceremonia al alba.

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Vestía los colores del cielo y la tierra. Los violetas y verdes de la hierba y las nubes. Sus pies calzaban unos etéreos zapatos del azul de las almas, hechos con pétalos de Wered. Y, sus cabellos, del color de la fresca tierra, origen de todas las cosas, le habían sido retirados del rostro moreno y perfecto; recogidos con suaves trenzas y entrelazados con piedras de luna. Las prendas de seda y lino, se ceñían a su cuerpo en un abrazo amable. Estaba tan hermoso que robaba el aliento y, tanto las doncellas como los caballeros no pudieron contener un suspiro ahogado al vislumbrar a su joven príncipe, caminando hacia su destino.

Los cuatro soles lo observaban como reyes perpetuos en el horizonte y, Gill, fijó sus ojos en ellos, casi del mismo color.
Al llegar al templo, se arrodilló para besar la estatua de los dioses primigenios, que abrazados con pasión y necesidad, se besaban por última vez, como decían las leyendas. Se levantó grácilmente, cuidándose de que no se le mancharan las ropas y, tras exhalar un breve suspiro... Entró.

El interior del templo era como lo recordaba, con altísimas columnas adosadas y bóvedas de estrella. Las ventanas, de fino vidrio transparente reflejaban la cegadora luz de los astros. Y, el altar, plagado de vegetación, rememoraba una época pasada. Otra vida, otras divinidades...

A Gill le gustaba aquel lugar, le hacía recordar que no todo había sido así siempre. Quizás hubiese sido más feliz si fuese humano, si los dioses no le hubiesen bendecido con unas orejas picudas y bÄen reales...

El príncipe sacudió la cabeza, alejando de sí aquellos pensamientos y, al mirar frente a él, vio a su padre, el rey Rhyasdan; y a su hermana, Ner.
Ambos hermosos y etéreos, con sus mantos de estrellas y soles.

Ner buscó la mirada de su hermano mayor con la suya, azul como el cielo y, cuando la encontró, sonrió con dulzura, intentando transmitirle algo de calma. Gill parpadeó, retirando la vista hacia su derecha y, encontrándose con la de otra persona conocida.

Su mejor amigo, Valkeri de Fænwėll, hijo de un importante señor teiri, sonrió, dándole fuerzas. Tenía las mejillas sonrojadas- Gill supuso que sería por el calor de la estancia- y vestía con los colores de sus bÄen, blancas y verdes, de los teiri viajeros, de los que se funden con las hojas y cantan canciones de viento.

- Gill- la voz de su padre lo devolvió a la realidad. El rey, de pie junto al altar, le esperaba con impaciencia y un tic en el ojo izquierdo, del mismo color que los suyos.
El príncipe asintió para sí y caminó hasta allí, bajo la atenta mirada de todos.
"Cálmate, Gill. No es el fin del mundo..." Se dijo, pero ello no calmó sus nervios.
Se arrodilló en la escalinata, apoyando las rodillas sobre un cojín de hojas doradas y alzó la cabeza para mirar a su hermana, Ner, acercarse a él:

- Mi príncipe, mi hermano, mi protector, mi alma...- dijo, con los ojos brilliantes-. Los Teiri fuimos creados por la diosa Ki para traer paz y belleza al mundo. Somos los hijos del cambio, criaturas de luz y vida- siguió, sin dejar de mirarle, con una suave sonrisa asomando su boca de fresa-. Tú, mi hermano, eres el destinado a reinar sobre nosotros con justicia y benevolencia. Sirviendo a los dioses y, haciendo la vida a tu alrededor gozosa y plena...- la princesa se giró hacia uno de los sirvientes, que sostenía un pétalo de Wered, donde se apoyaban dos aretes de oro y diamantes, y una diadema de platino y piedras de luna.

Gill tragó saliva, no tenía escapatoria. Todas aquellas joyas magníficas sólo encubrían la podredumbre de su sociedad. Gracias al dominio humano, estaban pereciendo y a nadie parecía importarle.

- Gill Rameear, príncipe de Ran'var y Eggwelr'vel- proclamó su hermana, tomando los pendientes con delicadeza-. Yo, Ner Rameear, princesa de Y'randall, te hago entrega de estos aros de oro y diamante, símbolo de la fuerza y pureza de nuestra alma- mientras lo decía, se inclinó para ponerle cada pequeño objeto en la punta de sus orejas alargadas con lentitud. Gill pudo percibir aquel suave aroma a agujas de pino que siempre había tenido su hermana pequeña, un perfume que también tenía su madre.

Cerró los ojos e inclinó la cabeza, sintiendo como esta vez, unas manos más grandes y pesadas se posaban en su pelo, acariciándolo. Gill no se atrevió a alzar la mirada, la solemnidad del momento lo había dejado paralizado, muerto de miedo:

- Muchacho- dijo su padre, orgullosamente-. Con mis manos te convierto en mi heredero, con mis ojos te hago príncipe, pero en mi corazón siempre serás mi hijo- las lágrimas afloraron de los ojos del príncipe, que incapaz de levantar la vista de sus rodillas, notó como la ligera corona se posaba en su frente, encajando a la perfección en ella. Parecía una broma del destino, que aquello a lo que más temía, era lo único para lo que había nacido-. Álzate, Gill Rameear, príncipe de los Teiri.



Cristal de Sangre. Saga de La Profecía. Vol IV.Where stories live. Discover now