Ella y yo

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—¿Blanco o violeta?

—¿Rosas o margaritas?

—¿Champagne o amarillo?

—No lo sé.

¿Alguien podría explicarme la diferencia entre el champagne y el amarillo?

A menos que fuera daltónico, yo los veía iguales.

—¿Y con respecto a las flores qué opinas?

—Margaritas

—¿Pero no crees que las rosas quedarían mejor?

Qué alguien me golpee por favor.

¿Por qué preguntan, si al final van a hacer lo que ellas quieren?

A mí me da igual, podría llevar un cactus con un moño, y a mí no me importaría.

—Llevamos las rosas.

¡Ven lo que digo!

¡Qué fastidio! Solo quería largarme de ese lugar.

Yo estaba parado en medio de un montón de mujeres, haciéndome preguntas.

Algunas con la voz más aguda, otras más grave, altas, bajas, de todo tipo.

¿Tiene alguien idea de lo que es eso?

Seguramente los hombres sí.

Yo solo quería casarme. ¿Por qué a las mujeres no les basta solo con eso?

Luego dicen, y juran que el amor es lo único que importa.

Pues, la verdad que a veces no lo parece.

Ellas quieren, planificarlo todo, y todo lo hacen a su manera, y si no nos gusta, nos aguantamos. No queda otra.

La verdad que ya estaba a punto de volverme loco.

Meses atrás, Gina, mi prometida, había comenzado con todos los preparativos.

Había sacado cita, con la modista, maquillista, nutricionista, y no sé cuantas otras cosas más.

Al parecer quería estar radiante. No sé por qué. Porque ya era preciosa, pero ya saben cómo son las mujeres. Viven acomplejadas.

Y lo de estar radiante, no era solo para ella, yo también debía cambiar de aspecto.

Para empezar, Gina insistía en que debía usar un traje.

Eso sonaba horrible.

¿Ponerme traje? En mi vida había usado uno, no sabía ni como se hacía el nudo de la corbata.

Lo más cerca que había estado de un traje, era al otro lado de las vidrieras de la calle, y no porque me detuviera a verlos, sino porque Gina se paraba en todos los escaparates que encontraba.

Así que se imaginan, no tenía idea de nada.

Además no sé por qué debía vestirme así, si por mi fuese, podríamos ir vestidos como Tarzán y Jane, y no habría ningún problema.

Encima yo tenía unas rastas hasta la cintura, estilo Bob Marley, y ella quería que de un día a otro me transformara en Luis Miguel.

¡Claro que no quería hacerlo!

Pero no podía decirle eso a Gina, o de seguro le agarraría un ataque.

Con mis rastas hasta la cintura, mi camisa hawaiana y mis ojotas planas, hubiera estado lo más bien.

Historias que no son cuentosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora