Estaba parada como siempre, en el umbral de los pensamientos.
Fuera de ese marco oxidado de continuas nostalgias, estaba yo, allí, triste, desorientada, y tal vez, enojada.
En esa esquina comenzaban mis abatimientos, todas mis tristezas.
Envuelta por la casi imperceptible brisa matutina, de las siete de la mañana, con mi mochila al hombro, el delantal añejo, las zapatillas gastadas, había quedado en mi mente, el eco de las palabras de mi madre, antes de salir de casa.
"No les hagas caso" "Son cosas de chicos" "Algún día se les pasará"
Con cuanta impotencia conservaba esas palabras en mi bolsillo, y ahí las dejaría, para ser consciente de que nunca se cumplirían. Para arrojárselas a mi madre en la cara al volver del colegio. Para recordarle, que estaba equivocada, que las palabras se las lleva el viento, como también se llevaba mi alegría.
Que día tras día me sentía desmañada, oprimida, humillada.
De pronto, alcancé a oír, casi instintivamente, el freno de aire del autobús.
Y si, efectivamente, venía doblando a la esquina.
Estiré mi brazo, para que parara, más que nada por costumbre, porque supongo que no era necesario.
Hoy tocaba el chofer de camisa azul, semblante rudo y un gran bigote encima de sus labios. El que siempre escucha Abba. ¡Dios que música tan aburrida!
—Son tres pesos. —Dijo con voz ronca, estirando el brazo hacia mí.
¡Vaya había aumentado de nuevo, en dos días!
Puse las monedas en su mano, y me fui a sentar.
Una vez en mi asiento, busqué inconscientemente a las personas que siempre estaban ahí cuando yo subía.
Siempre en los mismos lugares. Como una especie de deja vu.
Por un lado estaba el chofer, claro, el del día lunes. Yo lo apodaba, "el de la camisa azul", pues siempre llevaba la misma camisa, con los puños arremangados, y dos o tres botones desprendidos, que dejaban ver un cadenita plateada con un crucifijo encima de su pecho.
De a momentos lo observaba por el espejo retrovisor, no dejaba de menear la cabeza y cantar en vos baja, siempre las mismas canciones. Y cuando terminaba, lo encendía nuevamente. Cuando llegaba al colegio, no podía dejar de tararear "Chiquitita", era súper pegadiza, y encima, de todas las canciones, era la que más escuchaba, la ponía mínimo tres veces de corrido. ¡Dios como la odiaba!
Por otro lado, estaba la señora de cabello corto, y los lentes grandes. Siempre sentada en el asiento de la primera fila, con la bolsa de los mandados vacía, apoyada sobre su falda a cuadros. No sabía donde bajaba a hacer las compras, porque yo siempre me bajaba antes.
Luego, estaba la chica de los tatuajes, sentada en el último asiento.
La llamaba así, porque llevaba tatuajes por todos lados, a excepción del rostro, que lo adornaba con diminutos piercing's de colores.
"Tan joven", seguramente diría mi padre, "con ese aspecto ridículo, arruinándose la vida". Es que aún no termina por adaptarse a las modas futuristas.
Sin importarle la opinión de nadie, "la chica de los tatuajes" siempre estaba sentada en el mismo lugar, con sus jeans rotos ajustados, el pelo rojizo, casi tirando a anaranjado, y unos enormes auriculares rojos sobre sus orejas. Ve a saber qué música escuchaba, pero podría jurar que era mejor que Abba.
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