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Pi.

El cajero sujetó de nuevo el paquete de cervezas, revisó el código de barras y lo pasó otra vez por el lector.

Pi.

Contempló la zona impresa con una mueca de cansancio que a duras penas ocultaba su gesto bobalicón mientras Ángel apoyaba los codos sobre la cinta transportadora y Roma soltaba un exagerado suspiro. Ésta última no apartaba la mirada del trabajador, que no tendría más de veinticuatro años, aunque su boca medio abierta, la barbilla y frente llenas de acné y el continuo deje de despiste invitaban a confusión. Alzó los ojos hacia la compradora femenina.

—¿Algún problema?— preguntó la joven, exasperada, al suponer que sólo hablaría si ella lo hacía primero.

Él miró la pantalla de la caja registradora, tras pestañear lentamente mientras levantaba la visera de la gorra decorada con en logo de la empresa, dijo:

—No funciona el lector— Su voz era nasal, lo cual sólo sirvió para que Ángel enterrara la cara en sus manos.

Aunque aquel hombre pareciese una bolsa andante de valeriana, tanto a él como a su amiga los estaba poniendo de los nervios.

—Pues teclea el código si no funciona el lector, Tom— propuso Roma al leer su nombre en la placa de identificación.

Su compañero separó los dedos para observar la escena entre ellos. El recién identificado Tom contemplaba a la chica como si le costara procesar la situación, sus palabras o su simple presencia.

—Teclee en la caja, Tom, tenemos prisa— interrumpió Ángel.

—Vale— cedió, encogiéndose de hombros.

Ambos adolescentes compartieron miradas de cansada complicidad al ver que el cajero, al fin, se decidía por hacerles caso, igualmente no se preocupó por la rapidez con la que pulsaba las teclas. Se tomaba su tiempo sin problema alguno.

—Vaya— murmuró, apretando el mismo botón varias veces.

—¿Y ahora qué?— gruñó Roma.

—Me he confundido— Revisó con detenimiento los números que debía colocar mientras Ángel deslizaba el rostro entre las manos hasta apoyar la frente sobre la cinta, inclinándose un poco.

Su amiga le echó una ojeada de soslayo, estaba tan hastiada que no sabía si imitar su gesto o saltar la caja para meter ella misma el código.

—Entonces vuelve a teclear.

—Vale— Se encogió de hombros... otra vez.

En su segundo intento optó por tomarse aún más tiempo que en el anterior. Al terminar, Tom dibujó una sonrisa infantil en los labios:

—Ya está— anunció con un entusiasmo minúsculo.

Alzó la vista hacia los dos compradores que, incorporados para poder observarlo, aguardaban su respuesta con las cejas alzadas.

—¿Va a decirnos el precio?— habló Ángel.

—Vale— Tercer encogimiento de hombros.

Revisó la pantalla de la caja registradora, les dio a conocer el dinero que debían pagar y aguardó con gesto de desinterés como la joven buscaba en sus bolsillos. Arrugó un poco el entrecejo con el cuello estirado, pensativo.

—¿Me enseñas el DNI?

Roma levantó los ojos, lucía una mueca que bien podría significar "Mierda".

—No lo llevo encima, ¿te sirve una fotocopia?

—¿Una fotocopia?

—Suelo perder el original a menudo así que prefiero llevar una fotocopia encima.

Un Ángel para RomaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora