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27 de octubre del 2017, viernes.

Había quedado con Rachel aquella tarde, una hora después del partido, y todavía no lograba aclarar hasta qué punto le gustaba estar con ella. El día anterior lo habló de nuevo con Mario después de las clases y él seguía manteniendo su filosofía de vida: no te compliques.

Le parecía un gran consejo, pero el problema residía en que no sabía cómo vivir sin hacerlo. Dificultar las cosas, agravar las situaciones, enredar todavía más la existencia, parecía ser parte de su ADN, o eso es lo que llegaba a creer en muchas ocasiones. Sentía que su mente no era capaz de buscar la solución más simple, o la más rápida, o tranquila, o cualquiera que pudiera evitarle una cansada montaña rusa emocional. Estaba hecho para gestionar pesadillas y pasarlo mal, al parecer no le servía la monotonía de un incidente sencillo.

Tenía que dificultarlo.

Michael Greer, su gran amigo en el campo, le pasó la pelota al ver que un jugador del equipo contrario era lo suficientemente valiente como para echársele encima sin tan siquiera tener en cuenta su altura. Ángel la atrapó con una facilidad que la casualidad le regaló al estar en el mejor lugar para capturarla, esquivó a un rival y se lanzó hacia la canasta del otro equipo como si el diablo le pisara los talones, aunque no contaba con que éste lo estuviera observando bajo el marco de la puerta del gimnasio.

La impresión que le provocó ver a Colin en la entrada del recinto hizo que se detuviera de golpe.

Durante un segundo consiguió ignorar por completo el partido, el escándalo de las gradas, las pisadas de las zapatillas deportivas sobre la pista, el escalofriante rastro del sudor por su espalda... Se olvidó del joven que lo perseguía con la intención de arrebatarle la pelota, de la cuenta atrás en la que tendría que lanzar a canasta antes de llegar al cero, de la necesidad humana por tomar oxígeno para poder vivir. La parálisis que el miedo había tejido fue lo suficientemente poderosa como para borrar todo lo que había en el mundo, excepto a él, a ese monstruo de sonrisa encantadora.

Ante el inesperado parón con el que el chico que lo cubría no contaba, chocó contra el muchacho junto a una fuerza considerable que logró mandar a Ángel al suelo. La parte más dura del aterrizaje lo recibió su costado derecho, concretamente su cadera y la parte alta del brazo. El ruido que hizo la caída no fue para nada agradable, pero al menos lo regresó al mundo real al notar el dolor: le palpitaba la piel que cubría su hombro, también le ardía. Podía soportarlo, no era la primera vez que se daba un mal golpe al jugar al baloncesto, pero sabía que en esa ocasión había rebasado las consecuencias habituales.

Tranquilo, está bien. No te pongas nervioso, no ha sido para tanto. No ha sido para tanto, duele, pero está bien.

Se tumbó de espaldas. Al hacerlo, el calor latente de la zona magullada pareció darle una descarga por todo el brazo que lo obligó a apretar los labios y cerrar los ojos. Eso le hizo más daño que la caída en sí.

Oh, Dios.

Escuchó la voz de su rival cuando soltó un juramento, aquel sonido desencadenó todas las sensaciones que ignoró al ver a Colin. Lo siguiente que oyó fueron pisadas que se acercaban a él, supuso que debían de ser las del mismo joven que maldijo el pequeño accidente al reconocer el ruido de las deportivas, que se detuvieron en apenas segundos para ser sustituidas por otros dos pares. Uno de ellos corría, el otro caminaba a paso ligero.

Notó unas manos sujetándolo por la parte alta de la espalda para ayudarlo a incorporarse mientras la segunda pareja de pasos se acercaba. Ángel se cubrió la zona y la apretó un poco por si eso podía reducir la sensación de dolor, lo único que le importaba en ese momento era no ponerse paranoico, por lo que se concentró en su respiración para mantenerse tranquilo.

Un Ángel para RomaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora