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9 de diciembre de 2017, sábado.

Era tarde. La medianoche había quedado atrás hacía ya bastantes tiempo.

Las calles desérticas recibían la silenciosa compañía de las farolas, que iluminaban Russel Bay con su cálida luz dorada mientras competían con la presencia de la luna entre los cúmulos de las finas nubes que surcaban el firmamento. El astro se reflejaba sobre las aguas pacíficas del mar cada vez que encontraba su oportunidad, robándole destellos plateados al océano que nadie en aquel pueblo casi vacío, fantasmal, parecía apreciar debido a las horas tardías.

Había un par de excepciones aquella noche. Tumbados de espaldas en la parte trasera de la camioneta de Colin con el freno de manos bien asegurado, hundidos en sus abrigos para no pasar frío y con las ventanillas delanteras bajadas para que la música de los CDs llegara al exterior, Ángel y Roma se conformaban con admirar la extensión celestial en pacífica compañía mientras el faro, cuyo haz bailaba en círculos, guiando, protegiendo, a los barcos, se alzaba orgulloso a unos cuantos metros de ellos.

Él había convencido a sus padres para que le dejaran quedarse por ahí después del concierto y ella, simplemente, no quería volver a casa.

Vincent, de Don McLean, cautivaba al silencio con su tristeza y aquel guiño especial dedicado a las noches estrelladas que compartían similitudes con la noche que ellos dos admiraban, pegados el uno tan cerca del otro que no quedaba espacio de por medio. Con tan solo inclinar un poco la cabeza hacia su derecha, Ángel podía enterrar el rostro en el cabello de la chica y notar el calor que emanaba de su cuerpo... Aunque se conformaba con la botella de vodka negro que bebían a medias y la extraña conversación que llevaban a cabo.

—¿En serio nunca te has preguntado si las palomas se tropiezan?— dudó Roma tras darle una calada a su porro. Quería cerrar aquel día a lo grande, por lo que se negaba a terminarlo sobria—. Yo creo que sería genial ver a una tropezarse.

—¿Cómo llegas a una suposición así?— Tomó el cigarro cuando se lo ofreció para fumar.

—Oh, vamos, sólo necesitas verlas caminar para pensarlo.

El muchacho rió tras devolverle el porro y su voz se perdió en el aire. La brisa era gélida pero cariñosa, peinaba las hebras de la hierba húmeda y enredaba los mechones sueltos de la pareja con una dulzura agradable.

—¡Qué va! Necesitas mucho más para llegar a la conclusión de que sería genial ver a una paloma tropezándose.

Se irguió un poco sobre los codos para dar un pequeño trago a palo seco, frunció el ceño, pensativo, al apoyar el culo de la botella sobre la chapa.

—Aunque es verdad, ¿las palomas se tropezarán?— compartió su pregunta, extrañado, cuando se tumbó de nuevo.

—Ni idea, ojalá saberlo.

Seeh...

Roma dio otra calada sin quitarle los ojos de encima al cielo. Las estrellas parpadeaban en la sombreada lejanía y desaparecían cuando la luz del faro barría la atmósfera, pero siempre regresaban, lejanas, solitarias, mudas... Con fijarse un poco, podían percibirse las constelaciones reflejadas en sus pupilas negras. Su mirada perfilada por las ojeras, en ese momento, había perdido la oscuridad en la que vivía.

Now, I understand, what you tried to say to me
How you suffered for your sanity
How you tried to set them free
They would not listen, they did not know how
Perhaps they'll listen now

Un Ángel para RomaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora