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Aquella noche Ángel no soñó con el laberinto ni con la mariposa azul que lo guiaba entre los pasadizos llenos de estatuas hechas ruinas.

El camino a casa en el que le tocó conducir, pues Roma no estaba en condiciones de hacerlo, junto a los acontecimientos que se llevaron a cabo en la azotea del instituto lo habían agotado tanto mentalmente que su cuerpo fue incapaz de arrastrarlo a un nuevo desastre. Habían subido en completo silencio hasta su cuarto, se cambiaron en el mismo mutismo en el que quedaron envueltos desde que se metieron en la camioneta y se escondieron bajo la colcha sin tan siquiera mirarse.

Cabía la triste posibilidad de que ella hubiera llorado hasta caer dormida, pero Ángel estaba tan cansado que prefirió convencerse de que los sollozos ahogados que la joven trataba de ocultar no eran más que neuras suyas. Que no fueron reales, sólo imaginaciones, porque su estado anímico no era lo suficientemente fuerte como para tratar de consolarla otra vez. A veces necesitaba tirar la toalla para rendirse, aunque fuera sólo durante unas pocas horas.

Se removió un poco en el colchón para acurrucarse entre las sábanas y entreabrió los ojos al notar algo medio recostado contra su espalda. Apretó los párpados, pesados por el sueño con el que cargaba aún, y pestañeó unas cuantas veces con ímpetu antes de mantenerlos entreabiertos sin necesidad de grandes esfuerzos, luego miró por encima de su hombro, despacio, para descubrir qué pasaba detrás de él.

Roma, encogida en sí misma con los brazos rodeándola y una de las sienes apoyada en su compañero, se había deslizado durante las horas de sueño hasta el chico como si instintivamente buscara una fuente de calor o protección. Temblaba un poco, aunque al menos podía presumir de que su respiración, antes agitada, entrecortada, se había tranquilizado. Ángel notaba su cálido aliento a través de la tela del pijama de lo cerca que la tenía, era suave.

Alargó las piernas, moviendo los dedos de los pies como si fuera un gato mientras bostezaba con cuidado de no agitarse demasiado brusco para no despertarla. Enterró el rostro contra la almohada para disfrutar de su agradable tacto, la acarició con la mejilla en busca de una postura cómoda y contempló su habitación con la mirada perdida, una fina franja de luz se filtraba entre las gruesas cortinas que colgaban de la ventana.

Volvió a echar otra ojeada hacia atrás al notar el cuerpo de Roma contorsionándose con el propósito de soltarse del lío de sábanas en el que se había enredado ella sola hasta que quedó con el rostro hundido entre el colchón y la nuca de Ángel que, atento por si así podía evitar algún que otro gesto fuerte, trató de girarse para quedar tumbado boca arriba. Apoyó una de las manos sobre su estómago y estiró el otro brazo por la parte superior de la almohada, cerca del cabecero, ya que con la joven tan cerca no podía colocarlo sobre él sin darle con el codo.

Bajó la vista hacia ella. Después de cambiar de postura había quedado encogida junto a su costado izquierdo, completamente pegada a su cuerpo y con el edredón estirado hasta la mitad de su cara, las ondulaciones de su oscuro pelo castaño creaban rizos sobre su rostro y la tela de las mantas. Despacio para que no lo notara, Ángel deslizó los dedos hasta alcanzarla y le apartó unos cuantos mechones que podrían estar molestándola.

Contempló el techo y la suave claridad que poco a poco se abría paso en la pintura, le hubiera gustado poder escuchar algo de música en aquel momento. Tenía el teléfono bastante cerca, lo dejó en la mesilla de noche de su lado para que se recargara, pero había olvidado los auriculares sobre el escritorio y, teniendo en cuenta que era medio prisionero de Roma en ese instante, se resignó al silencio de la mañana.

Cerró los ojos con la intención de dormir de nuevo o, al menos, alcanzar un estado de somnolencia que le hiciera perder la noción del tiempo, pero el constante recuerdo de lo ocurrido horas atrás lo perseguía con la misma vehemencia que podría tener un sabueso. La imagen de Roma subida en el muro se reflejaba incluso en el color negro que veía al apretar los párpados sin nada más que la acompañara. Ni un sonido, ni un aroma, ni el tacto de su ropa al sujetarla, nada.

Un Ángel para RomaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora