|¡No lo haga!|

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Alejandro estaba a punto de dormirse en la clase del profesor Diallo. No era muy bueno en el teatro, se le daba horrible.

Diallo se estaba tomando todo el tiempo del mundo en explicarles a los pocos alumnos despiertos de qué iba a tratar la próxima obra que tenía en mente. Cada cinco minutos se acomodaba los lentes gruesos o el saco y miraba a la nada con ojos brillantes de emoción.

Pssst.

Alejandro trataba en vano de no cerrar los ojos.

Pssst.

Sentía que las palabras de Diallo se escuchaban lejanas y deformes. Ya no estaba entendiendo nada.

—¡Despierta!—gritaron en su oído. Él pegó un bote en su silla y se enderezó.

Las risitas de Tomás no se hicieron esperar. La cara de su mejor amigo se tornó roja por el esfuerzo de aguantar las carcajadas.

—Vamos... Ríete—susurró Ale, entrecerrando los ojos—. Si tienes huevos.

Tomás frunció el ceño y bufó, cruzando los brazos a la altura del pecho.

—Muy gracioso—dijo, mirando al frente—. ¿Ya sabés quién es la chica misteriosa?

Alejandro suspiró y comenzó a retorcer sus dedos.

—No, pero tampoco estoy seguro de que sea una chica—señaló.

—Créeme que sí lo es—comentó Tom.

—¿Y cómo estás tan seguro?—preguntó confundido Alejandro.

—Sólo lo sé y ya.

—Oye... ¿Estás bien?

Tomás lo miró intensamente un momento y sonrió. Pero esa sonrisa no llegó a sus ojos.

—Claro que...

Un golpe seco en sus bancos los asustó. Miraron al frente y ahí estaba Diallo, con las cejas unidas.

—Al parecer su conversación es mucho más interesante que mi clase, jóvenes—exclamó, entre dientes.

—No.

—Sí.

Ambos habían hablado al mismo tiempo. Alejandro no sabía qué hacer, quería esconder la cabeza debajo de la tierra.

—¿Ah sí?—Diallo subió una ceja, interrogante—. Entonces, cuéntenos, jóven García.

—Le decía a Alejandro que la obra será genial—contestó Tomás, sonriendo inocentemente.

—¿Qué?—preguntó Ale, confundido.

—Sí, ¿y sabe qué otra cosa sería genial?—continuó Tom—. Que él salga en ella.

—¿¡Qué!?—gritó, entre dientes Alejandro—¿De qué hablas, Tomás?

—Suena bastante bien—confesó Diallo, luego de un minuto de silencio—. Torres, entra en la obra.

—¿Qué? ¡No!—chilló Ale.

Vió a Tomás reír por lo bajo y él juro venganza.

—Y usted también, García—continuó el profesor—. Son justo lo que necesito, faltaban dos personas.

La risa de Tom fue sustituida por su cara de disgusto. Y Alejandro sintió que se había hecho justicia.

—¡No! ¡Profe, no lo haga! ¡Somos muy malos actuando!—suplicaron los amigos.

—Ni una palabra más—contestó Diallo, sonriente—. Entran los dos. Los veo en el salón de teatro luego de que termine la jornada.

Con una sonrisa del tamaño del gato de Cheshire, el profesor terminó su clase.

«¿En qué me metiste, Tomás?», pensó preocupado Alejandro.

«¿En qué me metiste, Tomás?», pensó preocupado Alejandro

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