Capítulo 1

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Nadie supo nunca cómo había empezado aquello. Quizá fuera un nuevo patógeno de origen animal o un experimento fallido cuyos efectos no pudieron contenerse a tiempo. El caso fue que, en cuestión de días, el mundo se acabó. Este fenómeno afectó tanto a vivos como a muertos; las víctimas o bien morían y resucitaban como cadáveres hambrientos, o bien sobrevivían y se convertían de igual modo. Hombres, mujeres, niños y niñas fueron afectados por lo que fuera aquello, dejando su humanidad para convertirse en monstruos inmundos movidos por el ansia de carne. Fresca, jugosa y sanguinolenta carne.

Al principio, la gente trató de reaccionar, aunque para cuando se percibió el problema ya habían muerto miles de personas. Los gobiernos movilizaron a sus ejércitos; todo acabaría si exterminaban a los monstruos. Se evacuó a la población sana, se impusieron cuarentenas. En cada rincón del planeta, equipos científicos trabajaban para hallar respuestas. Sin embargo, todo esfuerzo fue inútil. Los gobiernos cayeron, los ejércitos fueron aniquilados por sus propios soldados infectados y los científicos sucumbieron a la desesperación y acabaron quitándose la vida antes de que se la arrebataran. Lo único que habían descubierto era que no había esperanza.

Reiner Braun, un desertor del ejército alemán que había sobrevivido gracias a su deslealtad, se resistía a creerlo. Su objetivo era llegar al mar, donde creía que los efectos no habrían sido tan devastadores como en las grandes ciudades céntricas. Iba al volante del coche de su padre, con el rifle de asalto entre las piernas, el machete también a mano y una bolsa de lona llena de armas robadas del arsenal y munición en el asiento trasero. A su lado iba una antigua compañera suya, Ymir, prácticamente abrazada a su rifle de francotirador. Ella no formaba del plan inicial de Reiner, pero no habría podido dejarla atrás. Además, en ese momento los unía un objetivo común.

– ¿No puedes acelerar un poco? Así no vamos a llegar nunca – dijo ella con tono irritado. Reiner resopló.

– Si vamos demasiado deprisa llamaremos la atención, se nos echarán encima y tardaremos todavía más.

– A este paso se la van a comer antes de que lleguemos.

– Ten un poco más de fe.

Ymir chascó la lengua. Tenía el ceño fruncido en un gesto de profunda preocupación y aunque Reiner la compartía, era su deber mantener la calma si no querían estropearlo todo. Sin apartar la vista de la carretera, alargó la mano hacia la guantera, cogió un paquete de chicles y se lo ofreció a Ymir, que lo aceptó sin decir nada. Ambos suspiraron al pasar el cartel que anunciaba que habían entrado en la ciudad.

– ¿Lo ves? Ya estamos aquí.

– Sí. Ahora solo tenemos que conseguir llegar hasta su casa sin que nos coman y esperar que ella esté allí y viva.

Reiner negó con la cabeza, disgustado. Bastante le costaba ya conservar la esperanza sin aquellos comentarios pesimistas que por desgracia describían una muy probable posibilidad.

– Te estaría muy agradecido si te limitases a indicarme por dónde tengo que ir.

A diferencia de él, Ymir ya había estado allí antes alguna vez, aunque su recuerdo no era demasiado nítido y sus instrucciones eran más instintivas que fiables. Reiner procuraba fijarse en las señales y las placas de las calles, esperando reconocer algún nombre o que al menos a Ymir le sonase de algo. Aquella ciudad era territorio desconocido para ambos, pero por lo menos las calles estaban despejadas.

– ¿Conseguirían evacuar a todo el mundo a tiempo? – se preguntó Reiner en voz alta. Ymir lo miró de reojo.

– A todo el mundo no – dijo –. Ella sigue aquí.

En realidad no tenían esa seguridad. Hacía mucho que no habían vuelto a contactar, pero Ymir estaba convencida de que era así y quizá pudiera llegar al extremo de matarlo y seguir sola si él desistía. Algo captó su atención por el rabillo del ojo. Reiner pisó el freno y abrió la puerta del coche.

– ¿Qué haces? – preguntó Ymir.

– Voy a asaltar ese supermercado. Tú vigila.

– ¿Y no puedes asaltar la tienda de la gasolinera que hay a la salida? Tenemos prisa – protestó.

Reiner negó con la cabeza. Se colgó el rifle al hombro, empuñó su machete y caminó a paso ligero hacia el supermercado. Nunca tendrían demasiadas provisiones y, si iba a haber una boca más que alimentar, les hacían falta. La puerta corredera se abrió automáticamente al acercarse y Reiner, echando un vistazo rápido sin bajar la guardia, se apresuró a coger bolsas de plástico de una de las cajas.

Los estantes seguían ordenados y los suelos limpios, como Reiner comprobó a medida que se aprovisionaba. No había indicios de ataque ni señales de lucha, lo cual era raro. Los locales intactos eran difíciles de encontrar, y si hubiese habido infectados no habría supuesto un problema cruzar la puerta que se abría al detectar movimiento. La única explicación posible era que se hubiese llevado a cabo la evacuación antes de que ocurriese nada, pero Reiner no tenía conocimiento de que hubiese zonas limpias. Entonces, ¿qué era aquello?

Al cabo de un rato, Reiner salió del supermercado cargado con bolsas llenas de latas de conserva, botellas de agua y caprichos varios y volvió al coche. Lo guardó todo como pudo en el maletero y el asiento trasero y regresó al suyo detrás del volante.

– Esto está demasiado vacío – comentó Ymir –. ¿Has encontrado algo bueno o es la mierda de siempre?

– Tenemos latas de alubias, lentejas, espárragos e incluso algunas de marisco – dijo cerrando la puerta y encendiendo el motor –. También cerveza, whisky, gaseosa, golosinas y chocolate.

– ¿Solo has cogido comida? – preguntó ella, inexplicablemente indiferente al chocolate.

– ¿Qué más quieres?

Ymir negó con la cabeza y, cogiéndole el machete, salió del coche. Ni siquiera se molestó en cerrar la puerta. Minutos más tarde regresó con lo que parecía papel higiénico y artículos de higiene femenina.

– Menstruar en el apocalipsis zombi es una mierda muy grande – dijo sentándose de nuevo a su lado. Reiner puso cara de asco y ella le golpeó un brazo –. Ni se te ocurra decir nada, señor no-me-limpio-el-culo-cuando-cago.

Reiner se echó a reír y puso las manos en el volante para retomar la búsqueda, pero cambió de idea y apagó el coche. Ymir arqueó una ceja. Él abrió la puerta, dispuesto a salir.

– Espero que no estés pensando lo que creo que estás pensando.

– Si buscamos a pie ahorraremos gasolina y nos moveremos con más libertad a la hora de cambiar de calle.

– Eso es justo lo que creía. Reiner, hay una gasolinera saliendo de la ciudad y todavía nos queda bastante. Se va a hacer de noche, y es peligroso.

– Esto está limpio, no va a pasar nada.

Ymir desvió la mirada hacia las armas y las bolsas de suministros.

– ¿Y si nos roban? – Reiner se rio.

– ¿Quién? Yo no veo a nadie.

– Nosotros estamos aquí. ¿Cómo sabes que no va a venir nadie más?

Reiner se encogió de hombros y echó a andar, confiado. No iban a encontrarse con nadie, al igual que no se habían encontrado con nadie desde que habían escapado. Tendrían que tener mucha mala suerte para que alguien apareciera de la nada y les robara en aquella ciudad vacía de vida y de muerte. Ymir puso los ojos en blanco y se apresuró a seguirlo, sin separarse de su rifle.


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