Decadencia

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La mortecina luz, de aquella sucia y polvorienta habitación, se posaba sobre los fríos y apagados ojos de la joven. Sobre sus resecos y pálidos labios descansaban las moscas, esperando hallar una apertura para depositar sus huevos.
Marcos, el hermano de la muchacha, pasó junto a ella, indiferente a tan sombría escena. Encendió una hornalla, un nauseabundo olor a grasa derretida inundó el comedor. Buscó entre los platos sucios, llenos de hongos y larvas en desarrollo, una taza de porcelana cubierta de una fina capa de polvo.
Se sentó en una gastada silla de madera y se dispuso a desayunar. Sobre la mesa, se veían rastros de la última comida familiar. Restos de carne plagados de gusanos, que se retorcían y convulsionaban impregnándose en la inmundicia. El moho se extendía por encima de las sobras, tiñendo la pasta de un color verdoso y repulsivo.
Cuando terminó su desayuno, dejó la taza en el desbordado fregadero y caminó, pesadamente, hasta su cuarto. La oscuridad, agazapada como una fiera, esperaba el momento de enterrar sus garras en el frágil y enfermizo cuerpo del joven.

Josefina se encontraba sola, en el silenciosos y lúgubre comedor, con sus ojos perdidos en la nada infinita. Con el correr de los días, su carne se había tornado agria y su piel quebradiza y grisácea. En sus párpados inferiores se reproducían las moscas. Las pálidas crías de aquel pestilente insecto se asemejaban a las grotescas lágrimas de la más enfermiza decadencia.
Marcos se sentó junto a ella, con su desayuno habitual, y contempló, con insondable indiferencia, los opacos y ennegrecidos cristales de la única ventana de la habitación.
Las arañas habían tendido sus redes en los rincones de la abertura y esperaban, hambrientas, su próxima presa. Por encima del calefactor, cubierto de hollín y polvo, se paseaban las cucarachas. En su lento y tranquilo andar, dibujaban sobre la suciedad intrincados y retorcidos caminos, cuyos diseños podrían cautivar al hombre y llevarlo a pensar que se encuentra frente a una verdadera obra maestra del mejor arte abstracto.

El insoportable aroma a putrefacción, proveniente del deshecho y descarnado cuerpo de Josefina, se extendía por todo el lugar, penetrando los rincones olvidados de la pestífera y inhabitable vivienda.
Marcos se instaló en la punta de la mesa y bebió, con inquietante tranquilidad, su infusión matutina. Una rata se deslizó entre sus pies y trepó por las piernas de su hermana. Últimamente, su número había aumentado; no sólo se alimentaban del cadáver que, tan cómodamente, descansaba en el comedor sino también de la basura que se apilaba junto a la mesada.
Observó a su hermana, jirones de piel colgaban de sus brazos y sus necróticos intestinos se asomaban por debajo de su remera. Los roedores y los insectos habían devorado sus párpados dando la impresión de que sus ojos flotaban en la creciente oscuridad de sus maltratadas cuencas. Sus labios desaparecieron por completo, exponiendo sus contraídas encías y sus dientes; antes blancos e impolutos, ahora oscurecidos y manchados de sangre seca.

Caminaba hacia la grasienta cocina cuando el cráneo de su hermana rodó hasta sus pies. Lo levantó con cuidado y lo ubicó en el centro de la mesa, con su apagada mirada puesta en la vieja silla donde él acostumbraba desayunar.
En el interior de un vaso, lleno de agua putrefacta y rebosante de bacterias, reposaba uno de los ojos de Josefina. Este se mecía suavemente, subiendo y bajando al ritmo de un compás demencial.
Marcos se situó frente a aquella fétida e insalubre calavera que sirvió de alimento a ratas, insectos y otras tantas alimañas. Se llevó la taza a la boca y le dio un largo trago al amargo y relajante brebaje mientras observaba el inexistente rostro de su hermana.
El globo ocular rodó fuera de su cuenca, rebotando sobre la mesa y depositándose dentro del sucio recipiente de porcelana. El muchacho contempló como este se balanceaba, formando ondas en su desayuno, y sonrió. Lo extrajo con cuidado, lo situó dentro de aquel inmundo vaso y procuró terminar su té antes de dejar el comedor.
Se levantó de su asiento y dejó su taza en el fregadero, junto a una docena de platos sin lavar.

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