El cuerpo de Jonathan Caine

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Aquel día dejé el trabajo alrededor de las ocho. El sol se perdía tras el horizonte y yo recorría las abandonadas callejuelas de aquel olvidado pueblo.
Llegué a mi casa cerca de las ocho y cuarto. Un horrible hedor a muerte inundaba mi hogar. Algo había muerto ahí dentro mientras yo trabajaba. Me imaginé que se trataba de algún animal. Probablemente un ave que se coló por una ventana abierta o el gato de alguno de mis vecinos.
Busqué en las distintas habitaciones y no encontré nada. Sólo había un lugar al que no me atrevía a entrar, el sótano. Por alguna extraña razón, aquel pequeño cuarto, húmedo y oscuro, me aterraba.
No era la gran cosa, era bastante reducido, sucio y lleno de insectos. En muchas ocasiones, oí un murmullo distante que parecía brotar de sus paredes. Era el eco de un gemido agónico que atravesaba los pesados bloques de hormigón y resonaba en toda la habitación.
Conforme pasaban los días, el hedor se volvió insoportable. Asqueado y harto de la situación, junté el coraje necesario para bajar aquellas enmohecidas escaleras e internarme en la abrasiva oscuridad de aquel maldito sótano.
Linterna en mano, me dispuse a recorrer el lugar. Estaba vacío, sólo unas humedecidas cajas se apilaban junto a una antigua caldera. Las revisé con cuidado y su contenido me heló la sangre. En cada una de ellas habían distintas partes de una persona.
Vomité, aquello era asqueroso. El olor rápidamente se expandió por el lugar. La última caja fue la peor. En ella se encontraba la cabeza. No tengo palabras para describir tal horror, aquel cuerpo, en aquellas cajas, no era otro más que el mío.

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