El conserje diligente

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La noche caía y sólo quedaban dos personas en la escuela secundaria Corrientes. Eran Ramiro y Micaela, una pareja recién formada, que no hacían otra cosa más que demostrar cuanto se amaban. Esa día, las gradas eran el escenario adecuado para tan desenfrenada muestra de amor adolescente.
Se conocían desde el jardín de infantes y estaban enamorados desde la primaria, pero ninguno dijo nada al respecto. Hacía dos semanas, Ramiro había juntado el coraje necesario para confesarle sus sentimientos y, desde ese día, se volvieron inseparables y asquerosamente románticos.

Micaela era una chica tímida e inteligente, su cabello negro le llegaba hasta los hombros y sus ojos marrones brillaban con sutil melancolía. No era demasiado popular, pero tenía un grupo de amigas con el que pasaba la mayor parte de su tiempo.
Ramiro era todo lo contrario, un joven solitario y bastante marginado. Tenía el cabello enrulado, de un horrible color zanahoria, gafas gruesas, muy gruesas, y una alargada nariz ganchuda. Siempre vestía camisas a cuadros y descoloridos vaqueros.

Las gastadas gradas de madera se torcían bajo el peso de los enamorados y crujían resonando en todo el gimnasio. En el pasillo, se escuchaban pisadas que se dirigían hacia los jóvenes.
Se miraron a los ojos y sonrieron. Sabían que no debían estar ahí y se sintieron como los adolescentes rebeldes en las películas de Hollywood. Tomados de la mano, se apresuraron hacia una puerta de aluminio situada junto a los palcos.
Ramiro tanteó el picaporte, estaba con llave. Se miraron nuevamente y se ocultaron bajo las gradas. El chirrido de las bisagras de la puerta de entrada les avisó que ya no estaban solos. Los pasos recorrían el gimnasio, algo grande se acercaba. Quizás era el conserje. Quizás no.
Estaban nerviosos y excitados, tendrían problemas si alguien los encontraba. Podrían ser suspendidos o, incluso, expulsados por estar en el edificio fuera del horario de clases. Las maderas crujieron bajo el peso de aquella presencia inesperada.

Las luces se apagaron y ellos sonrieron aliviados. Era un empleado y ahora ya no estaba. Dejaron la seguridad de su escondite y se dirigieron hacia el iluminado pasillo.
Un gruñido sonó a sus espaldas. Giraron y vieron una gran silueta que yacía sobre las gradas, esperando por ellos. Unos ojos enrojecidos brillaron tenuemente. Aquella figura descendió lentamente. Los florescentes del pasillo iluminaron parte de su rostro. Estaba cubierto de pelo y se asemejaba a un perro.
Sus corazones se paralizaron, aquello no era humano. Retrocedieron con cuidado, esperando encontrarse con la puerta. La bestia parecía sonreír, exponiendo sus afiliados dientes que desprendían un brillo mortecino.

Los jóvenes atravesaron el pasillo a toda velocidad. Debían escapar. Detrás de ellos, la criatura aceleraba su carrera usando sus cuatro extremidades para ganar mayor impulso. En la frenética persecución, la bestia se precipitaba sin control sobre los casilleros, golpeándolos con violencia, causando que se abollen y se tuerzan como latas de cerveza.
Llegaron hasta la salida y descubrieron, con pavor, que estaba cerrada. Las llaves tintinearon en las peludas garras de aquel monstruo que sonreía con gran satisfacción.
—¡Vete! —ordenó Ramiro—. Yo conseguiré las llaves.
Micaela obedeció y se internó en un oscuro pasillo que conducía hacia la cafetería.
Ramiro y la bestia quedaron frente a frente, sólo uno quedaría con vida y el joven sabía que las probabilidades estaban en su contra. Su objetivo era claro, le robaría las llaves, aún no sabía cómo, y escaparía tan rápido como su cuerpo se lo permitiera.
Encaró a la criatura con determinación, precipitándose sobre ella a gran velocidad. Un zarpazo y salió despedido hacia atrás. Golpeó contra la puerta y cayó de rodillas. Se llevó las manos al abdomen, algo se deslizaba por el.
Bajó su mirada y contempló, horrorizado, como sus intestinos se escapaban de su cuerpo. Trató de impedirlo pero era inútil. La sangre y la viscosidad de los mismos causaban que estos se resbalaran por sus manos y se precipitaran violentamente sobre los blancos cerámicos, manchando todo de rojo.

La bestia se alejó, en busca de su próxima presa, tarareando "Rough hoy" de ZZ Top.

Micaela estaba oculta en el armario, donde el conserje guardaba sus productos de limpieza. Estaba asustada, preocupada por su novio. Temblaba, cubierta en sudor. El olor a blanqueador quemaba su nariz. Abrió lentamente la puerta y recorrió el lugar con su mirada. Estaba vacío, era la oportunidad perfecta para escapar.
Caminó a través de la insondable oscuridad, con sus brazos extendidos para evitar chocar contra los distintos obstáculos que le presentaba el camino. Escuchó un tarareo a sus espaldas y apresuró su paso golpeando una papelera, cayendo de bruces contra los fríos cerámicos. Se arrastró, tratando de incorporarse, y oyó un crujido, seguido por un aplastante dolor.
Las luces se encendieron y vio a aquella horrible bestia presionando, con su peludo pie, su frágil tobillo. Micaela profirió un grito ahogado y observó cómo la sangre brotaba de su pierna. Había roto sus huesos con sólo una pisada.
La criatura sonrió, tenía a la muchacha a su merced. Ella trató de arrastrarse pero la sujetó por el brazo y la arrojó contra los casilleros.
El dolor inundaba su cuerpo y notó como la sangre descendía, lentamente, por su rostro. Estaba mareada y las lágrimas diezmaban su vista. Una sombra se proyectó sobre ella.
Se acercó hacia la joven, que temblaba asustada. Él levantó su pierna y la bajó violentamente sobre su cabeza. Su cráneo emitió un sonido similar al que emiten las cucarachas cuando son aplastadas. Una masa grisácea, rosada y pegajosa salpicó todo el pasillo.

La bestia se dirigió hacia el armario, tarareando la misma canción. Tomó un trapeador, una cubeta y el bidón de blanqueador, y se dispuso a limpiar aquel desastre. Debía dejar la escuela en perfectas condiciones, al día siguiente estaría llena de estudiantes.

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