Aquel fatídico día, salí de la taberna cuando el sol se perdía tras el horizonte. Los últimos rayos pintaban el cielo y el polvoriento pueblo en tonos de naranja. Una dulce melodía se extendía con la leve brisa.
Un hombre sucio y desalineado tocaba, con infinita nostalgia, su maltratada armónica. Los niños saltaban y reían a su alrededor, hipnotizados por la música. Le esbocé al viejo una imperceptible sonrisa y sus ojos cansados me miraron con insondable tristeza.
El alguacil local, un hombre tan gordo como corrupto, se acercó a mí con su revólver en la mano. Noté que estaba rodeado. Sus secuaces estaban instalados debajo de los aleros, todos armados y con sed de sangre. Entregué mi arma y lo acompañé hasta la estación.
Me buscaban por asesinato, diría que soy inocente pero no está en mí mentir. Puse una bala entre los ojos del maldito Krammer, el primo del gordo corrupto.
Krammer era una escoria, una basura sin escrúpulos, y su muerte fue, quizás, lo único bueno que hice en mi vida. Todo sucedió muy rápido; jugábamos poker cuando él llegó a la taberna, enfurecido, buscando acabar conmigo. La noche anterior había perdido una gran suma de dinero y tenía intenciones de recuperarla.
Su mano se movía nerviosamente sobre la culata de su revólver. Era tan joven como idiota. Craig me miró de reojo y yo negué con la cabeza. Yo me ocuparía de la situación. Cuando Krammer atinó a desenfundar su arma, disparé. La bala atravesó la mesa, haciendo saltar astillas y polvo para terminar en el horrible cráneo de aquel desgraciado.
El alguacil Bishop soltó una carcajada llena de maldad.
—Espero que hayas disfrutado tu último día, maldito hijo de perra.
Afuera de la estación, se oía el clamor de la enardecida multitud. Estaban agolpados alrededor de patíbulo, con antorchas en sus manos y sangre en sus ojos.
Miré hacia el cielo nocturno y las estrellas brillaron en mis pupilas. Aquella sería mi última noche y, finalmente, comprendí que Dios no se preocupa por el hombre, sólo quiere ver cómo nos retorcemos en nuestra propia miseria.
Bishop pronunció unas palabras cargadas de narcisismo y orgullo. Luego habló el sacerdote del pueblo, divagó acerca del arrepentimiento, el perdón, el infierno y otras tantas estupideces. Terminaron los discursos y sentí como la soga, áspera y gastada, bajaba hasta mi cuello. Di una última mirada hacia la multitud y la trampilla se abrió bajo mis pies.
No podía respirar, la horca se ceñía sobre mi garganta y la vida se escapaba de mi cuerpo como una rata asustada.
Un revólver brilló bajo el fuego de las antorchas, un fogonazo dispersó a la multitud y yo caí de bruces debajo de aquella polvorienta estructura de madera. Me incorpore como pude, mis manos estaban atadas, y corrí en dirección a la taberna tratando de escapar de mi fatal destino.
Sonó otro disparo. Un ardor recorrió mi espalda mientras la sangre brotaba de mi herida. Mi visión se tornó borrosa y, lentamente, todo desapareció dejándome solo en la infinita oscuridad que llega con la muerte.
Desperté en una sucia cabaña, sobre un viejo catre cubierto por insectos y otras alimañas. Una anciana sostenía un cuenco de arcilla, lleno de un viscoso líquido transparente. Una gran serpiente rodeaba su cuello y se retorcía en silencio. Acercó el recipiente a mí y bebí todo su contenido, tenía un sabor ácido y desagradable.
Recorrí el lugar con la mirada, aún no tenía fuerzas para moverme. De las paredes colgaban plumas y esqueletos de pequeños animales. El piso estaba manchado de sangre, mi sangre. Vi un grupo de cucarachas que corrían por la cabaña como animales salvajes en el campo abierto. Sentí náuseas pero rápidamente se desvanecieron. Perdí el conocimiento.
Volví a despertar, observé nuevamente las paredes maltrechas. Estas se retorcían violentamente. Las osamentas convulsionaban en una danza macabra, al son de una canción de muerte. Vi allí a mis amigos, mis compañeros de viaje, sus rostros cambiaban, se tornaban pálido y la carne se desprendía de sus huesos. Ellos hablaban, reían y bebían, ajenos a aquella situación.
Estaba alucinando. Aquel brebaje tenía la culpa. La maldita anciana me había drogado. Mi cuerpo transpiraba, no por el calor, debido al terror que había infundido en mí ese maldito delirio. No estoy seguro de cuánto duró pero me pareció eterno.
Finalmente, todo terminó. Había recuperado mis fuerzas.
Dejé aquella sucia cabaña, la noche estaba serena y soplaba una fresca brisa veraniega. Junto a la casa, crepitaba una hoguera. Una hermosa mujer danzaba frenéticamente alrededor del fuego. Estaba desnuda, sólo un collar de ennegrecidos huesos adornaba su cuerpo.
Cuando se percató de mi presencia, se detuvo. Se acercó, caminando lenta y sensualmente. Acarició mi pecho con su mano y besó mi boca apasionadamente. Sus labios tenían un sabor seco y amargo y eran tan fríos como el peor de los inviernos. Se apartó suavemente y contemplé como un delicado hilo plateado se balanceaba en su lengua.
Miré su rostro con dulzura y observé, con horror, como sus ojos se tornaban negros e inexpresivos, como sus facciones se desvanecían dando lugar a una impoluta calavera. Ella pareció sonreírme justo antes de desaparecer con el viento.
Mis amigos me esperaban, montados en sus caballos. Di una última mirada en dirección a la apagada hoguera y me alejé para siempre.
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