La lluvia caía sobre el rostro de aquel andrajoso hombre, en sus brazos sostenía a un niño, inerte, sin vida. Las lágrimas rodaban por las mejillas del desconocido, camufladas en la noche. Caminó en silencio, por los barrios más ruines de la ciudad, hasta llegar a una pequeña tienda de aspecto frío y gris.
Un anciano, vestido con una gran capa escarlata, lo recibió tras el mostrador. Su rostro arrugado, expuesto a la tenue luz de las velas, se deformaba dándole un aspecto grotesco. El hombre con el niño en brazos, reuniendo coraje, habló:
—¿Tú eres Lashmir?—
—Ha venido al sitio indicado —dijo el anciano mientras esbozaba una sonrisa—. ¿Qué desea el gentil caballero?
—Es mi hijo, ha muerto de tuberculosis esta mañana. Me dijeron que podrías curarlo —El desconocido elegía sus palabras con cuidado.
—Está muerto, la Muerte tiene su precio —dijo Lashmir al tiempo que jugaba con una esfera de color negro—. ¿Está dispuesto a pagar el precio de la Muerte?
—Lo que sea, sólo quiero que vuelva. Por favor, haré lo que sea —suplicó.
—Pues bien, lo curaré pero se lo advierto, la Muerte necesita una vida para satisfacer su hambre. La vida cuesta sangre en este mundo —La mirada de Lashmir se volvió fría y oscura—. Deberás traerme un niño, este deberá tener la misma edad que tu primogénito. Tú tranquilo, yo me encargaré de tu hijo y de los preparativos del ritual. Ahora vete, que los dioses te protejan.El hombre dejó atrás la tienda, su hijo y su dignidad. Caminó cabizbajo, recorriendo las inmundas calles, inmerso en pensamientos que lo desgarraban como espadas.
Mirando hacia el pasado, la vida del, ahora, desdichado hombre no era tan cruel. Tenía una hermosa esposa, un sonriente niño y un gran trabajo como herrero. Pero, sutilmente, cambió; su esposa comenzó a sufrir los síntomas de la devastadora enfermedad que azotaba la ciudad, semanas después yacía en una caja de pino, esperando ser enterrada. Luego, para desdicha del pobre hombre, enfermó su hijo. Los doctores no hicieron nada, la enfermedad les resultaba desconocida y aterradora; aquellos que sufrían de tuberculosis eran apartados, evitados e incluso desterrados por miedo al contagio pero todo intento por impedir su propagación fue inútil, ya era demasiado tarde, aquella plaga se había expandido desde los barrios más bajos hasta las mansiones más lujosas.
El hombre se detuvo frente a las ruinas de una antigua biblioteca, contemplando con tristeza la destrucción causada por los saqueadores y el Grupo de Control de la Plaga. Jugando en las ruinas se encontraba un niño, el hombre le habló:
—Hey, chico, ¿Dónde están tus padres?
—Murieron —contestó el niño, sus ojos se llenaron de lágrimas—. Murieron a causa de la tuberculosis.
—¿Cuántos años tienes?
—Tengo ocho señor, ¿Desea usted algo?
—Acércate, tengo algo para ti.
El niño se acerco asustado. Cuando estuvo cerca, el hombre le asestó un golpe en el rostro y el pequeño cayó desmayado a sus pies. Recogió el cuerpo, lo sostuvo en sus brazos y en su mente se dibujó la imagen de su hijo. Soltó una lágrima y emprendió el camino de regreso a la tienda.Lashmir tenía el escenario preparado, el hijo del desconocido yacía en el suelo tendido sobre un pentagrama adornado con extraños símbolos. El sonido de los pasos, tras la puerta, dieron la señal; ya era hora de realizar el ritual. Dejó detrás la trastienda y vio al hombre con un nuevo niño en brazos.
—¿Está muerto? —preguntó inquieto Lashmir.
—No solo esta desmayado. ¿Qué hago con él? —dijo el extraño.
—Tráigalo a la trastienda, comenzaré el ritual de inmediato, señor… —Lashmir hizo una pausa, era la segunda vez que veía a aquel hombre y todavía no conocía su identidad.
—Crowner, Harris Crowner —dijo el hombre a modo de presentación.
—Bien señor Crowner, coloque al niño sobre el pentagrama y espéreme en la tienda, en unos minutos todo habrá terminado.
—¿Puedo hacerle una pregunta? Si no le molesta, claro está.
—Puede preguntar, señor Crowner.
—¿Por qué los pentagramas tienen distintos símbolos? —preguntó Crowner.
—Uno de los pentagramas es el emisor de la vida, el otro, por su parte, es el receptor. Respondió Lashmir con una gran sonrisa que dejaba al descubierto sus amarillentos dientes.
Crowner abandono la habitación, dejando a merced de Lashmir la vida del niño y el futuro de su hijo.El hechicero comenzó a recitar el conjuro de la controvertida resurrección:
—A través del poder de las tinieblas,
que se alimentan de la eterna muerte,
yo, Lashmir el hechicero, os ruego
que le devolváis la vida a este mortal.
Os ruego, también, que aceptéis
el precio que os pago por tan ardua tarea.
¡Qué se haga vuestra voluntad!
Una nube de color verde descendió sobre el hijo de Crowner, llenando su cuerpo de vida.
—Niño, tu padre te espera detrás de esa puerta. Ve con él, hazlo feliz una vez más —dijo Lashmir, satisfecho con su trabajo—. También dile que no necesita agradecerme, es mi trabajo. Cuando cruces la puerta no mires atrás, todo ha terminado, él no debe regresar.
Crowner abandonó la tienda junto a su hijo, en sus ojos brillaba la alegría. El herrero se agachó y lo rodeó con sus brazos, las lágrimas empaparon su rostro y la sangre, su espalda. El pequeño contempló sus manos teñidas de rojo, el puñal enterrado en el cuerpo de su padre y sonrió, así era el destino, había cumplido su trabajo.
Lashmir esperaba el retorno del niño. Su hechizo se había completado, era tiempo de seguir con su plan. Escuchó que alguien abría la puerta, vio al pequeño arrastrando el cuerpo muerto de su padre.
El hechicero le regaló al chiquillo una sonrisa. Cuando el cadáver de Crowner estuvo en posición, sobre el pentagrama, Lashmir recitó un segundo encantamiento:
—Señor de la Muerte, tú, que vagas por las sombras,
trayendo al mundo el vital equilibrio,
te imploro, como tu servidor, concédeme el poder.
Libera a cada alma de su descanso eterno
para servir como guerreros en esta cruzada
y cumplir tu voluntad, alimentar tu hambre
y arrasar con todo aquel que desafié tu poder.
Concédeme la vida y jamás volverás a tener hambre.
Imploro que se haga mi voluntad.
Una silueta se dibujó en las sombras, se deslizó por la habitación y tomó forma en medio del cuarto. Era un rostro avejentado, formado de un putrefacto humo gris. Inundó la tienda con su voz:
—He visto tus planes, hechicero. He visto el final de los mismos. Causarán muerte, caos y destrucción, la sangre cubrirá las calles y saciarás mi hambre. He visto tu grandeza y he decidido contribuir en esta noble causa. Tendrás tu ejercito, yo tendré la sangre y ambos tendremos el mundo.
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