Capítulo seis: "El punto álgido de la tormenta"

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Una lluvia menuda se había echado a caer, tupida y fría. Golpeando violentamente contra el tejado en un ruido sordo, remojando a su paso los tabiques espesos protectores de madera, las gotitas acababan su carrera en el suelo, languideciendo confusamente en la tierra húmeda. Las nubes pesadas, bajas y sombrías, habían engullido de sus tinieblas el jardín, y los bambúes imponentes eran apenas discernibles a través de la lluvia. El olor del aguacero enmascaraba fácilmente el sutil perfume dulce y azucarado de las últimas flores frescamente nacidas de cerezos, impregnando la atmósfera de ligero efluvio almizclado.

En las primicias de finales del día, sumergida en una oscuridad casi total, en el fondo de impetuoso jardín, la obra inmensa parecía fantasmagórico. Con el fin de proteger las paredes frágiles de madera y de papel, los paneles imponentes y sombríos habían sido puestos, cercando entonces el hogar ancestral. Así como una fortaleza, encerrando entre sus paredes a sus habitantes y sus secretos, el edificio parecía impenetrable, perdido en medio de la naturaleza desencadenada.

En la atmósfera sigilosa del hogar, el sonido de la lluvia parecía como asfixiado por los tabiques espesos. En el corazón de la casa, sólo la crepitación de un fuego lejano, el susurro de los tejidos sedosos y el frotamiento ligero de los pasos sobre los tatamis eran perceptibles a los oídos más finos. Oscurecidas por los paneles exteriores, el aire era pesado en las numerosas habitaciones. El contraste entre la frescura de afuera y el calor de dentro —los cuartos sobrecalentados, casi sofocantes— era sorprendente.

El suelo del cuarto fue totalmente recubierto con magníficos tatamis, los paneles anchos y corredizos hechos de madera y papel que confería sobre la gran habitación un aspecto simple y caluroso. Embalsamando fácilmente el espacio, el olor bruto de la madera y la fragancia sutil de incienso impregnaban todos los tejidos, infiltrándose fácilmente en las gargantas más sensibles. Las pequeñas lámparas de aceite inteligentemente habían sido diseminadas en la habitación, iluminando calurosamente el lugar de sus llamas inestables. Estando inmerso en una atmósfera tamizada, el cuarto se consideraba acogedor.

Inmóvil en el centro de la habitación, alargado sobre un futón suntuoso —tan delicado y tan fino como débilmente murmuraba al menor movimiento—, YoonGi ligeramente temblaba. Clavando su mirada sobre la extensión ancha del alto techo, sus manos temblorosas puestas sobre su vientre trémulo, el joven hombre se sentía en calma. Únicamente concentrándose sobre las inspiraciones lentas y profundas, intentaba apaciguar su respiración laboriosa, una sorda angustia apretando su garganta, humedeciendo imperceptiblemente sus ojos. El silencio pesado asfixiaba al joven hombre.

La puerta doble se deslizó en un ruido sordo, ligeramente haciéndolo sobresaltarse. Las pupilas sombrías y húmedas de YoonGi se ocultaron entonces bajo sus párpados finos, sus temblores en lo sucesivo más presentes, su respiración más difícil. De pie entre los paneles anchos, esa silueta cortando la luz cruda de la habitación contigua, es vestida de un sublime kimono de seda de un azul oscuro —tan profundo como parecía negro a la primera ojeada—, Namjoon estaba parado allí. Cerca de él, una joven mujer se había arrodillado rápidamente en el suelo, sus manos puestas sobre sus muslos, la cabeza bajada respetuosamente.

—Dejadnos.

La voz grave y profunda del joven empresario resonó en la gran pieza habitación, al crujir cada sílaba fuertemente en el aire pesado. Una vez la doble puerta es cerrada, el cuarto fue sumergido de nuevo en una luminosidad débil y las únicas respiraciones, mucho más resonantes que lo normal, eran audibles en el silencio espeso. El ruido de sus pasos asfixiados por el espesor de los tatamis, el sonido alcanzando en consecuencia débilmente los oídos del más joven —como un eco lejano—, Namjoon se acercó despacio al centro de la habitación.

Los ojos siempre cercados, YoonGi no percibía nada. Resonaban en sus oídos sólo su respiración caótica y los golpeos frenéticos de su corazón, como comprimido por su caja torácica. La garganta seca, casi dolorosa, el joven hombre intentaba refrenar los temblores de sus manos, sus dedos que encarcelaban poderosamente —haciéndose blanquear las falanges— la seda fina de su vestimenta.

Winter Butterfly ⇸ NamGiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora