Lyra no se esperaba que un chico tímido llamase a la puerta de su estudio preguntando si podría enseñarle a bailar.
Aviso: historia corta que te sacará más de una sonrisa.
El tercer día fue la primera vez que Zac llegó antes que Lyra al estudio. Ya que ella no estaba, aprovechó para examinar con mayor detalle los alrededores.
No sabía por qué era tan personal para ella, pero le gustaba notar su presencia en los pequeños detalles: el cubo con la fregona en los vestuarios, la alargadera para los altavoces y las horquillas que usaba para sujetar el flequillo y que no le cayera en la cara, las cuales acababan siempre en los lugares más recónditos.
Todavía no sabía lo que le había poseído para reunir el valor de hacerle esa extraña petición cinco días atrás, pero sí que sabía que no se arrepentía en absoluto. Era casi divertido verla fruncir el ceño en desesperación cuando no le salía algún paso a la primera, ni a la segunda, ni a la tercera... pero aun así se esforzaba para ocultarlo y no desanimarle.
Su determinación por hacer las cosas bien era admirable.
Cuando se la había encontrado aquel día, tumbada en el suelo, casi había tenido miedo de explotar la pequeña burbuja en la que era obvio que se encontraba sumida. Era toda una visión: pelo rubio alocado esparcido por el suelo, zapatillas con los cordones desatados y ropas arrugadas por las horas pasadas bailando.
Y cuando esos ojos del color del whisky se habían posado en él por primera vez, desconcierto brillando en ellos... hubiera jurado que las piernas le flaqueaban. No era sorpresa que hubiese tardado en hablar cuando ella se incorporó; no encontraba su voz.
De repente, como si fuese para detener ese tren de pensamiento, la puerta del estudio se abrió estrepitosamente, dando paso a una Lyra cargada de cosas —había mencionado el día anterior algo sobre que era más fácil aprender con los pasos marcados con cinta adhesiva en el suelo—.
—¡Siento llegar tarde, había un atasco que no te puedes ni imaginar!
—Sin problemas. ¿Con qué empezamos hoy?
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