VINT-I-U

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Actualidad.

Hoy es un día de mierda.

No ha pasado nada fuera de lo normal, pero eso nunca ha sido una excusa para que un día no sea una mierda, sobre todo tratándose de mí.

Por eso intento darle esquinazo a Óliver durante toda la mañana, cuando lo veo en el gimnasio del polideportivo. Vale, de acuerdo, en realidad he estado dándole esquinazo todo el fin de semana, desde que me fui el viernes de su casa. Empecé ignorando el mensaje de buenos días que me llegó al día siguiente y he acabado escondiéndome en detrás de las columnas para que no me vea.

—Raoul... ¿Qué haces? —pregunta Mario.

—Eh... Yo... —balbuceo, pero luego recuerdo que, en fin, es Mario—. Joder, tío, pasa de mí. Si te ve hablando con una columna va a sospechar.

Mi colega no entiende nada, pero me hace caso y se aleja hacia la pista.

Otro que no debe de entender nada es Óliver, y está en todo su derecho.

El viernes lo pasamos realmente bien. Nos relajamos de la hostia, cenamos, nos tomamos una copa y no nos enrollamos; ni siquiera nos tocamos más de lo necesario. Estuvimos de bromas toda la noche y descubrimos un par de cosas el uno de otro. En mi caso, que le encantan los animales y que tiene veintiséis años. En el suyo, no sé; que soy un gilipollas, supongo.

En dos días que he estado ignorándolo, tan solo he recibido dos mensajes suyos (el sábado un Bon dia Vázquez y, el domingo, un Vázquez? Todo bien?) y ni una llamada.

Así que realmente no hay una sola razón lógica por la que esté pasando de él. Lo hago por mí, que soy lo suficiente imbécil como para alejarme de él y lo suficiente considerado como para alejarlo a él de mí.

Después de conocerlo, no he podido dejar que esto llegue más lejos. Él es demasiado para algo tan jodido como yo, y no pasa nada. Algún día, cuando yo esté bien, conoceré a alguien igual de enrollado; es sólo que no estoy pasando por el momento correcto para poder estar con él. No es culpa mía ni suya. No es culpa de nadie.

Explicarle eso también habría sido una opción bastante razonable, pero una vez que me he escondido detrás de una columna, no hay marcha atrás.

Espero un rato a que Óliver se vaya y, cuando creo que le ha dado tiempo de sobra, me alejo de mi escondite y voy adonde me espera Mario.

Hoy nos centramos en otro tipo de entrenamiento que nos permite charlar más de lo normal. Sobre todo a él, por supuesto. Me pone al día de la relación que tiene con su familia: una madre genial, un padre no tan genial y un hermano pequeño genialísimo. No puedo evitar comparar a su familia con la mía; eso sí, lo hago en silencio en mi cabeza, porque no quiero que flipe.

—No sé, la verdad es que estoy contento con la que me ha tocado —admite.

—Sí, yo también.

Estamos colgando de una de las barras, haciendo flexiones a nuestro ritmo y a nuestro nivel, cuando Mario se baja de un salto, se pasa su toalla por el cuello y el mentón y se queda mirándome desde abajo.

—Deberías abrirte un poco alguna vez, ¿sabes?—dice—. En plan... que nunca hablas sobre ti, no sé ni si te has dado cuenta. Como no me ponga a preguntarte yo, de ti no sale contarme nada. Que no es malo, pero, eso, que a veces está bien contar tus cosas a alguien.

Yo también me bajo de un salto y paso por al lado de Mario para hacerme con mi propia toalla.

—Tío, no te comas la cabeza —le contesto, quitándole hierro al asunto con una sonrisa ladeada—. Cuando quieras saber algo, te basta con preguntarme. Es sólo que no soy muy hablador.

WAVESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora