TRENTA-TRES

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Pasan seis meses enteros cuando vuelvo a Montgat.

La vida en Ávila no ha sido precisamente fácil: mucha disciplina, mucho trabajo, mucho estudiar, muy poco tiempo libre... Pero Mireya y Óliver lo han hecho todo mucho más ameno. Bueno, ella más que él, porque no estaba todo el tiempo tonteando con su novio, el cocinero de la academia. No sé cuándo empezaron a salir exactamente, pero me gusta mucho ver a Óliver tan feliz por fin, como siempre se ha merecido.

Tenemos una relación estupenda, tanto que casi lo considero mi mejor amigo. Hablamos mucho de muchas cosas, nos ayudamos en todo lo que necesitamos, siempre estamos de risas y nos tenemos un cariño más que especial, pero no en un sentido romántico; nunca lo ha sido. Yo me río de él cada vez que se le queda cara de tonto mirando a su novio desde lejos y él se ríe de mí cuando me ve hablando por teléfono con Agoney, porque dice que pongo sonrisa de "encoñado".

Lo cierto es que sólo tengo tiempo para hablar con el canario por las noches, porque durante el resto del día los dos estamos muy liados, pero al final siempre nos dan las tantas al teléfono evitando despedirnos.

—Venga, hombre —me apremia Mireya. Estamos metiendo las maletas en su coche para volver a casa.

—Que ya voy, joder, que la maleta pesa un huevo.

Una noche, Agoney y yo hablamos hasta tan tarde que sólo pude dormir una hora y media antes de ir a mi sesión con la psicóloga de la academia. Nunca había habido una hasta este año, porque Óliver movió hilos y consiguió que viniera alguien tres veces a la semana para todo el que lo necesitara. Al fin y al cabo, aquí dentro hemos estado sometidos a mucho estrés.

A mí, personalmente, me ha ayudado bastante a relajarme y a quitarme peso de encima, pero, sobre todo, a entender que la cura de la depresión es un proceso largo. "Tienes que dejar de huir de tu trastorno para aprender a controlarlo y vivir con él hasta que un día dejes de tenerlo", me dijo ella misma, que se dio cuenta de mi enfermedad el primer día, pero que no la vio suficientemente grave como para dar parte a mis superiores.

—Venga, que volvemos a casa —dice Mireya.

—Qué nervios... —susurro.

—¡Qué ganas!

Con mi familia y sobre todo con mi hermano he hablado mucho también. Menos que con Agoney, pero mucho.

En casa todo va bastante bien: mamá está bien, papá está bien, Álvaro está regular porque nos echa de menos a mí y a su novia, Maday está perfectamente, Dan está de maravilla y esta noche, cuando yo llegue, vamos a cenar todos juntos para celebrarlo. Hasta han invitado a los padres de Mireya a casa, para hacerlo más a lo grande.

Ya tengo planes para mañana con Agoney, que hoy no va a poder venir por trabajo. Es compositor y productor en una compañía discográfica allí en Madrid y no puede estar más orgulloso y satisfecho de su propio trabajo, y yo tampoco. Además, ha viajado ya unas cuantas veces a visitar a su hermana y han recuperado el contacto.

Lo que él no sabe es que he pedido que me destinen como policía allí, a Madrid, con él.

Durante estos seis meses he podido comprobar que estoy enamorado de Agoney, y no tengo la más mínima duda de que él lo está de mí. No sólo porque me lo haya dicho, sino también por todo lo que hace.

Me responde al teléfono con su voz de Mickey; me cuenta que lo ayudo a componer canciones; me dice que tiene muchas ganas de verme y que, tal y como me prometió, me echa de menos cada minuto; se queda dormido al otro lado del teléfono porque se niega a colgar aun cuando está muerto de sueño; me propone viajes y aventuras para cuando volvamos a vernos...

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