Era en verano cuando un gran pino entonaba la canción invernal, porque siempre la voz de este árbol parecía provocar que quien la escuchaba pensase en lo que había pasado y lo que iba a llegar más que en el presente. En invierno, el árbol parecía que cantaba a la paz soñolienta bajo sus frondosas ramas, meciéndose con su aliento aromático, en los ardientes mediodías y cuando el viajero veraniego subía la ladera de la montaña y se sentaba bajo su sombra a descansar en la canícula, entonces la canción invernal sonaba mejor que nunca.
Cuando el viento soplaba fuerte traía consigo la canción de los campos helados, de los torrentes de montaña gélidos, de los árboles ocultos tras una espesa barba y encorvados como los ancianos, de los pequeños animales salvajes que temblaban en sus nidos cuando los ruidos súbitos del hielo crujían en la calma tensa de las noches árticas y de la muerte lejana.
El hombre que reposaba bajo el árbol poseía una imaginación feraz y, pese a su extrema ignorancia, vio sin embargo y escuchó lo que excedía a la mera observación. Extenuado por el calor, pensó en el invierno con ese inmenso placer que provoca en nuestra mente el contraste con la incomodidad. No sabía que oía la voz del árbol y no sus propios pensamientos, fusionándose la personalidad del pino grande con la suya. Era marinero y había escalado distintas alturas de montaña, incluso mástiles fabricados con ese tipo de árbol.
Breves momentos después, echó la cabeza hacía atrás y miró hacia arriba una y otra vez y pensó que se haría un mástil excelente con el árbol, sino fuera porque se trataba de un pino de madera blanda. Hubo un leve movimiento en una rama y un pájaro que vivía en el árbol durante el verano le miró de reojo con una mirada aguda e inteligente pero el hombre no lo vio. Dio un gran suspiro y miró con decisión a la ladera que ascendía junto al árbol. Tenía que levantarse y seguir andando si quería atravesar la montaña antes de que anocheciera. Era un caminante sin recursos, tan pobre como el árbol o cualquiera de los animales salvajes que se escondían de él en el monte. Era incluso más pobre que ellos, porque carecía del derecho feudal de una morada en aquella montaña que ellos habitaban desde generaciones ancestrales de forma inalterable. Incluso el minúsculo pájaro de mirada escrutadora tenía su pequeño hogar en las ramas del pino grande pero el hombre no tenía nada.
Había regresado a un estado primitivo, era paupérrimo excepto por las facultades con las que había venido al mundo, y por dos prendas que estaban muy gastadas por un uso excesivo. La piel se le veía a través de las costuras y los bolsillos estaban vacíos. Adán después de su expulsión del paraíso no estaba en peores condiciones y este hombre también cargaba a sus espaldas el peso del castigo de sus malas obras.
El hombre se alzó, se quedó de pie durante un momento, dejando que el viento fresco abanicara su frente un poco más, se encogió de hombros con aire de decisión y prosiguió su ascenso por la orilla seca del arroyo en la que durante el invierno corría el agua del deshielo y la nieve. Más tarde, llegó a un paso estrecho de árboles caídos en la orilla que le impedían el paso y luego había una fuerte subida de roca que tuvo que sortear yendo por la parte inferior.
El árbol quedó en solitario. Permaneció inactivo junto al viento con su verde plumaje. Pertenecía a una de las formas de vida más simples que no puede ir más allá de su propia existencia para juzgarla. No sabía que el hombre volvería y se recostaría en su tronco con un golpe seco, aunque fuera nimio para su grandeza. Pero el hombre miró hacia arriba del árbol y lo maldijo. Se había perdido al intentar sortear el precipicio rocoso y había andado en círculo hasta volver de nuevo junto al árbol. Permaneció allí unos minutos para recobrar el aliento y a continuación se levantó porque los rayos de sol del ocaso se filtraban en gotas doradas a través del follaje bajo el pino y continuó andando con fatiga.
Transcurrieron veinte minutos hasta que regresó. Cuando vio el pino maldijo en voz más alta que la vez anterior. El sol se ponía lentamente. La montaña parecía que aumentaba de tamaño y los valles se convertían rápidamente en simas de negro enigma. El hombre miró al árbol con resentimiento. Palpó en su bolsillo una navaja que tenía, luego una cerilla, y después el tabaco y la pipa que en otras ocasiones le habían reconfortado pero no los tenía. El pensar que había perdido la pipa y el tabaco le produjo una rabieta infantil. Pensó que tenía que calmar su mal genio con algo externo a él y cogió dos palos secos y empezó a frotarlos. Tenía cierta destreza para hacer fuego con la madera y al poco brilló una chispa y después otra. Añadió un puñado de hojas secas y la humareda ahumó su rostro y luego nació una llama. El hombre continuó su camino, dejando el fuego tras de sí y juró que no aquel árbol no le volvería a atrapar.
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Leyendas y Creepypastas con BatAndGameplayYT
HorrorMuchas historias sobre creepypastas